Un Ritual lleno de Pasion y Amor

"Te reclamo como mi compañera. Te pertenezco. Te ofrezco mi vida. Te doy mi protección, mi fidelidad, mi corazón, mi alma y mi cuerpo. Tu vida, tu felicidad y tu bienestar serán lo más preciado y estarán por encima de todo siempre. Eres mi compañera, unida a mí para toda la eternidad y siempre bajo mi cuidado”



lunes, 11 de abril de 2011

FUEGO OSCURO/CAPITULO 6


Seis

Una vez en el refugio que proporcionaba la espesura de los árboles, la figura musculosa de la pantera se encorvó y cambió de forma mientras emitía destellos azulados en la oscuridad y retomaba la apariencia humana. Tempest observaba con atención, apoyada sobre un árbol y preguntándose si se había metido en la madriguera del conejo de Alicia en mitad de un bosque en California.
Darius era consciente de la inusual palidez del rostro de Tempest y de la mirada atónita de sus ojos. Le temblaban los labios y se retorcía los dedos por el nerviosismo, tenía los nudillos blancos. Sabía que si se acercaba a ella, saldría corriendo.
—Sabes que no me tienes miedo, Tempest —le dijo en un susurro, convirtiendo su voz en parte de la magia nocturna.
Tempest miró a su alrededor. La oscuridad de la noche les bañaba en su color azul profundo, casi negro, el bosque tenía una apariencia mística y hermosa. Los árboles se alzaban como sombras gigantescas hacia el cielo cuajado de estrellas. A la altura de las rodillas flotaban unos livianos jirones de niebla que cubrían el suelo.
—¿Por qué me da la sensación de que formas parte de todo esto? —Le preguntó— Es como si pertenecieras al mundo de la noche, pero no de un modo feo o desagradable, sino como algo hermoso. ¿Por qué tengo esa sensación, Darius? —le preguntó suavemente.
—Porque es así. No pertenezco a la misma raza que tú; no soy humano, pero tampoco soy un animal, ni un vampiro.
—Pero, ¿puedes transformarte en una pantera? —apenas podía dar crédito a la fantástica proeza aún cuando la había presenciado con sus propios ojos.
—Puedo transformarme en el ratón que corretea por el campo, o en el águila que planea en el cielo. Puedo ser la bruma, la niebla, el trueno y el relámpago. Puedo convertirme en parte de la misma atmósfera. Pero adopte la forma que adopte, sigo siendo Darius, aquel que ha jurado protegerte.
Tempest agitó la cabeza.
—Esto no es posible, Darius. ¿Estás seguro que no me caí y me di un golpe en la cabeza? Quizás los dos comimos setas alucinógenas y vamos de la mano en una especie de viaje psicodélico. Esto es imposible.
—Te aseguro que he hecho lo mismo durante toda mi vida; y llevo en este mundo casi mil años.
Tempest alzó una mano para detenerle.
—Todo a la vez no. Estoy escuchando todos los prodigios que me cuentas pero mi cerebro se niega a comprenderlos.
—Sabes que jamás te haría daño, ¿verdad Tempest? ¿Lo sabes? —le preguntó con insistencia mientras su mirada oscura flotaba como la niebla deslizándose por su rostro.
En lo más profundo de su ser, más allá de los límites humanos de su cerebro, Tempest sabía que esa era la única certeza que poseía. Darius no le haría daño. Asintió lentamente y vio que el alivio le iluminaba los ojos por un instante. Después adoptó de nuevo una actitud seria.
—No fue mi intención dejarte expuesta a los apetitos del resto de la banda. En verdad, ni se me pasó por la cabeza que alguno de ellos pudiera pensar tal cosa siendo nuestra protegida. Inconscientemente, te hice pasar un momento difícil, pero jamás estuviste en peligro. En defensa de Barack te diré que posiblemente pensaba que podía manipular tus recuerdos como es usual con las presas humanas. Pero nunca te habría herido o matado, se habría limitado a alimentarse, puesto que al captar mi olor en ti, pensó que yo también lo había hecho. Por favor, acepta mis disculpas.
La voz de Darius la envolvía, girando a su alrededor hasta que logró introducirse en su corazón. Suspiró quedamente e intentó no pensar demasiado en el término «presa».
—¿Sabes qué, Darius? Nada de eso importa. No tengo ninguna necesidad de entenderlo puesto que no puedo seguir adelante. Ahora te das cuenta, ¿no? No encuentro la manera de hacer frente a todo esto. Es mejor que me marche ahora.
Darius no parpadeó ni una sola vez, ni apartó los oscuros ojos del rostro de Tempest. Y ella descubrió que el corazón comenzaba a latirle con presteza, alarmado por una amenaza tan elemental que era incapaz de comprenderla.
—No es que vaya a contarle nada a nadie; me encerrarían si lo hiciese. Sabes que no tienes que preocuparte por eso.
Los ojos oscuros la penetraron implacables hasta llegar a lo profundo de su alma, de tal modo que a Tempest le resultaba muy difícil respirar.
—Darius, sabes que estoy en lo cierto. Tienes que ser consciente de ello. Somos miembros de razas diferentes intentando encontrar algún sitio neutral. Pero pertenecemos a dos especies distintas.
—Te necesito.
Darius lo dijo de forma sencilla y clara, sin florituras. Tan suavemente que Tempest apenas logró distinguir sus palabras. No intentó usar su fuerza mental ni ningún otro tipo de persuasión. Y aún así, el modo en que las dijo las convirtió en una flecha que le atravesó el corazón. No tenía ningún tipo de defensa contra aquellas dos palabras; ningún modo de enfrentar la verdad que afirmaban, la que se percibía en su voz.
Lo miró fijamente y después, sin avisar, recogió un puñado de hojas del suelo y se las lanzó.
—No juegas limpio, Darius. Por supuesto que no. Usas esos ojos y esa inflexión en tu voz, y ahora vas y sueltas una cosa como esa.
Una lenta sonrisa se perfiló en las comisuras de los labios de Darius.
—Sabía que te gustaban mis ojos —confesó plenamente satisfecho. Y de repente, Tempest se lo encontró delante de ella sin apenas haber captado el rápido movimiento; sus cuerpos estaban tan cerca que podía percibir el calor que emanaba de él. Buscó con la mano el lugar donde el pulso latía en el cuello de ella y allí la posó, sintiendo su sangre latir.
—No he dicho que me gustasen tus ojos —le corrigió—. Creo que deberían ser declarados ilegales; son pecaminosos —dijo alzando la barbilla de forma beligerante, intentando mantenerse firme en un terreno que apenas controlaba ni entendía.
—Mis disculpas eran sinceras, cielo. Jamás volveré a dejar que ocurra algo así. Me aseguraré de que los demás entiendan que estás bajo mi protección en todo momento —y agachó la cabeza hacia la de Tempest, seducido por la imagen de sus suaves labios.
Ella contuvo la respiración y retrocedió aún más contra el tronco del árbol a la par que alzaba los brazos para empujar el sólido muro que formaba su pecho.
—Empiezo a pensar que no deberíamos hacer esto. Es mucho más seguro, para ambos, que no nos toquemos Darius.
La sonrisa hizo brillar los ojos oscuros y Tempest sintió que una sensación abrasadora se extendía por su cuerpo.
—¿Más seguro? ¿Eso crees? Siempre es más seguro hacer lo que yo deseo.
No se había movido, ni un solo centímetro, a pesar de que le estaba empujando con fuerza en el pecho. Tempest suspiró suavemente.
—Típico de ti. Sinceramente, Darius, no sé si salir corriendo hacia el bosque dando alaridos o bien dudar de mi propia cordura y declararte mi amor. No me presiones más.
—¿Crees que puedes sostenerte por ti misma sin apoyarte en el árbol? —preguntó con una pizca de diversión.
Tempest dio unas palmaditas al tronco, renuente a averiguarlo. Ya se sentía bastante orgullosa por haber llevado su actuación tan lejos; sin desmayos ni ataques de histeria. Nada de lo que habría hecho una mujer sensata. Pero no quería caerse de boca. Cerró los ojos un instante y Darius percibió fácilmente en su expresivo rostro la burla dirigida a sí misma, mezclada con la preocupación y la repentina determinación por lograrlo, justo antes de moverse y agacharse pasando por debajo de su brazo para quedarse en pie sin sujeción de ningún tipo. Le gustaba su sentido del humor, su capacidad de reírse de sí misma hasta en las situaciones más extremas.
Tempest le sonrió.
—Bueno, parece que funcionó.
Darius le tendió la mano.
—Vamos, cielo. Podemos dar un paseo y charlar.
Tempest le miró recelosa.
—Solo pasear y charlar. Eso no dará lugar a ninguna otra actividad extraña, ¿verdad?
Darius rió con ganas, entrelazó los dedos con los de Tempest y capturando su mano, la acercó hasta la calidez de su cuerpo.
—¿De dónde sacas tantas tonterías?
Los ojos verdes brillaron con intensidad al mirarle.
—Puedo ser peor. Mucho peor.
—Estás intentando que huya despavorido.
Y ella rió sin proponérselo.
—Creo que tú eres mucho mejor asustando a la gente. Me ganas fácilmente, no hace falta hacer la prueba.
Darius pasó el brazo alrededor de la estrecha cintura de Tempest para alzarla con delicadeza sobre un tronco caído. Ni siquiera aminoró el paso, y ella no pudo evitar compararlo con la pantera en la que ahora sabía que podía transformarse. Se movía de la misma forma sigilosa, con la misma elegancia.
—¿Qué se siente al transformarse de ese modo?
—¿En un felino? —a Darius le entusiasmó la pregunta. No había pensado en ello desde hacía cientos de años. El misterio que entrañaba, la belleza. Lo maravilloso que era transformarse. Su pregunta le trajo de vuelta la euforia y el pavor que sentía cuando experimentaba durante su infancia hasta que logró perfeccionar su habilidad, y fue capaz de cambiar de forma en pleno salto, mientras corría o incluso mientras usaba su velocidad sobrenatural—. El milagro de poder experimentar en mi propio cuerpo la esencia del animal, su velocidad, su energía, su sigilo, me produce una increíble sensación de poder. Es algo muy hermoso.
Tempest se acomodó a su ritmo, paseando despacio sin rumbo fijo. Darius tenía un cuerpo tan perfectamente proporcionado que parecía un milagro en sí mismo; todo ese poder y esa fuerza en cada músculo, en cada célula. Y se conducía con una elegancia natural que le hacía parecer no ser consciente de su propia fuerza.
—Me fascina poder comunicarme con un animal —admitió Tempest—. Me encantaría poder ser capaz de ver realmente las cosas a través de sus ojos, oler y escuchar las cosas como ellos lo hacen. ¿Tú puedes hacerlo? ¿O sigues siendo tú mismo en el interior del cuerpo del animal?
—Ambas cosas a la vez. Puedo usar sus sentidos y sus habilidades, pero también puedo razonar, a no ser que algo dispare algún instinto primario.
—Como el instinto de supervivencia.
Darius bajó la mirada. La luz de la luna se filtraba a través de los árboles y se reflejaba en el cabello cobrizo de Tempest, dándole una tonalidad flamígera. Era increíblemente hermosa y él se vio incapaz de detener su mano, que voló a acariciar los sedosos mechones.
—Eso es lo que tú eres para mí. Un instinto de supervivencia. Tú también lo percibes.
Darius captó un fugaz destello de sus intensos ojos verdes antes de que Tempest alejara la mirada.
—No sé lo que siento —y retiró su mano, apartándola de la de Darius mientras le miraba con reproche—. Se supone que no hablaríamos de eso ¿lo recuerdas? Te quedas a medio metro de mí y no hablas de ninguno de los temas que te mencioné antes.
Su respuesta fue una ronca carcajada que la sangre de Tempest ardiera en sus venas y le mirara furiosa.
—Tampoco vale reírse.
Cogiéndola por la cintura, la alzó con facilidad y la dejó sobre un enorme tronco medio derribado, de modo que sus cuerpos quedaron a pocos centímetros y sus manos se detuvieron sobre las caderas, mientras Tempest bajaba la mirada para observar el lugar. Los helechos crecían frondosos sobre el suelo del bosque, y los distintos matices de verde alfombraban la zona dándole el aspecto de un lago bajo el color azulado de la noche. El paisaje era tan hermoso que apenas podía hablar, ni siquiera para reprender a Darius por haberse olvidado de mantener la distancia entre ellos. Intentó ser inmune al roce posesivo de sus manos. Pero él inclinó tanto la cabeza que ella contuvo la respiración y aquel lugar en su cuello comenzó a palpitar por la anticipación mientras la pasión restallaba y se arqueaba entre ellos amenazando con consumirla. Sintió su aliento en el preciso lugar donde latía el pulso.
—Escucha a la noche. Nos está hablando —le dijo en voz baja.
Durante un momento, sólo pudo oír el latido de su corazón martilleando en sus oídos y ahogando cualquier otro sonido. Con mucho cuidado, Darius la giró sobre el tronco, haciendo que apoyara la espalda en el refugio de su cuerpo.
—Tranquila, cálmate. Está en tu mente, Tempest. Primero tienes que relajarte. Así comenzarás a aprender.
Sentía susurrar a Darius sobre su piel, y la sensación era la misma que la del terciopelo. Hipnótica y perfecta. Pura magia. Él estaba envolviéndola por completo en un hechizo y no usaba sólo el poder hipnótico de su voz o la firmeza de su cuerpo, también echaba mano de la noche en sí misma. Jamás había notado que la oscuridad tuviera colores tan intensos. La luna brillaba a través del dosel de los árboles, bañando el mundo con su suave e iridiscente luz plateada. Las hojas lanzaban destellos que las asemejaban a piedras preciosas mientras la brisa las mecía con suavidad. El ligero susurro del viento fue lo primero que pudo identificar con nitidez además del sonido de su corazón. Los brazos de Darius intensificaron su abrazo, encerrándola. Tempest sentía una profunda aversión a los espacios cerrados y siempre evitaba estar cerca de los hombres, especialmente cuando se encontraba sola y eran fuertes. No obstante, en lugar de sentirse amenazada, Darius la hacía sentirse segura y protegida.
—Escúchalo de verdad, Tempest, no sólo con tus oídos, sino con tu corazón y tu mente. El viento está cantando suavemente, nos está susurrando muchas historias. Allí, muy cerca ¿lo oyes? El viento nos trae el sonido de unas crías de zorro —Tempest ladeó la cabeza esforzándose por distinguir una sola nota de lo que Darius le decía. Crías de zorro. ¿Realmente podía saber eso? Y como si en verdad le leyera el pensamiento, Darius le rozó el lóbulo de la oreja con los labios mientras hablaba—. Son tres y deben ser muy pequeños porque apenas se mueven.
Tempest sintió esos labios moverse sobre su pelo, como si acariciaran fortuitamente, sin ninguna intención. Pero el instinto de supervivencia salió por fin a la luz y ella intentó dar un paso para alejarse de él. Al mover el pie, sintió el vacío y recordó que estaba sobre un tocón; los brazos de Darius evitaron su caída. Él se rió con suavidad, con aquella exasperante risa típicamente masculina y burlona.
—Yo estaba en lo cierto; me necesitas. Necesitas que alguien te cuide.
—No lo necesitaría si no me sacaras de mis casillas a todas horas —le acusó, pero de todos modos siguió aferrada a él.
—Deja que una nuestras mentes. Puedo enseñarte a escuchar los verdaderos sonidos de la noche. De mi mundo, Tempest —y bajó la vista hacia los delicados dedos que apretaban su musculoso brazo. Era tan frágil y tan delicada, tan pequeña y a la vez tan valiente; estaba hecha para él. Su corazón, su mente y su alma la reconocían como suya. Cada célula de su cuerpo clamaba por ella, la necesitaba, ferozmente, con tal intensidad que jamás se vería satisfecho. Podía sentirla temblar junto a él, lo que hizo que un feroz instinto protector se revelara en su interior, recorriéndolo de pies a cabeza. Quería llevársela a su guarida y mantenerla a salvo de los peligros diarios que el mundo podía presentar, mantenerla pegada a él y protegida a todas horas. Pero era consciente de que, por muy intensos que fuesen sus sentimientos, ella era una humana que había crecido en un mundo diferente, uno mundo al cual él no podía regresar para cambiar todo lo que le había sucedido. El carácter de Tempest se había modelado gracias a todos los avatares de su vida, al igual que los años y los peligros a los que él se había enfrentado habían modelado el suyo. No podía apresurarla; las exigencias de su cuerpo y de su alma deberían ser relegadas a un segundo plano, tras los miedos de Tempest, por muy infundados que a él le parecieran.
—Si unes nuestras mentes por completo, ¿podrás leer cada uno de mis pensamientos? —preguntó nerviosa.
Darius le revolvió el pelo con ternura.
—Te refieres a si ya lo he hecho.
Los ojos de color esmeralda lo fulminaron.
—No puedes ser capaz de leer todos y cada uno de los pensamientos que pasan por mi cabeza —le dijo decidida.
El silencio que siguió a estas palabras fue bastante elocuente. Tempest alzó la cabeza para poder mirarle directamente.
—¿Puedes hacerlo? —y en esta ocasión el temblor de su voz fue evidente. El nerviosismo le hizo morderse el labio inferior—. Pero antes no podías. No creo que ahora puedas, Darius.
—Cada vez que te comunicas telepáticamente conmigo, nuestras mentes se unen. Puede que en un principio me costara un par de ocasiones descubrir las peculiaridades de tu cerebro, pero una vez que me hice una idea, fui capaz de entrar y salir de tu cabeza a mi antojo —le confesó mientras sus dedos se cerraban con ternura sobre su nuca—. Si quieres puedo compartir contigo algunos de tus propios recuerdos. Como el pequeño callejón que tanto te gustaba a las espaldas del restaurante chino, de cuyos curiosos adoquines estabas tan encariñada.
En esta ocasión, Tempest se abalanzó contra él para liberarse, pero Darius la asió con firmeza, aprisionándola entre sus brazos.
—No tan deprisa, cielo. Tú fuiste la que insinuaste que mis afirmaciones eran falsedades.
Tempest permaneció muy tiesa.
—Nadie usa esa palabra, «falsedades». Se te nota la edad que tienes.
Darius se rió de nuevo, asombrado al encontrarse tan presto a soltar la carcajada después de siglos de soledad y completa falta de emociones. Descubría que la noche era alegre, que también había alegría en el mundo y en el simple hecho de estar vivo.
—Eso no ha estado bien, Tempest —le regañó con voz tan dulce que ella sintió su corazón dar un vuelco.
—Nada de unir nuestras mentes, Darius. Creo que deberíamos hacer algo medianamente normal; dijiste que íbamos a hablar. Hablar es bueno. De nada extraño, sólo de cosas corrientes. Háblame de tu infancia. ¿Cómo eran tus padres?
—Mi padre era un hombre muy poderoso. Le llamaban «El Oscuro». Era un gran sanador. Por eso entiendo que mi hermano mayor haya ocupado su lugar. Mi madre era una mujer cariñosa y dulce. Recuerdo su sonrisa, era espectacular —las palabras devolvieron la antigua sensación de calidez.
—Debe haber sido una persona maravillosa.
—Sí. La asesinaron cuando yo tenía sólo seis años.
Los dedos de Tempest aumentaron la presión sobre el musculoso brazo con compasión.
—Lo siento mucho, Darius. No fue mi intención que recordaras momentos tristes.
—Ningún recuerdo de mi madre podría ser malo, Tempest. Cuando yo tenía seis años, los Turcos Otomanos arrasaron el pueblo cercano a nuestro hogar y casi asesinaron a todos los habitantes. Yo pude escapar —dijo haciendo un gesto hacia el bosque— con unos cuantos: mi hermana Desari, Syndil, Barack, Dayan y otro más. Después, fuimos separados del resto de nuestra gente.
—¿A los seis años? Darius, ¿qué hiciste? ¿Cómo lograste sobrevivir?
—Aprendí a cazar observando a los animales que me rodeaban. Aprendí a alimentar a los demás. Fueron tiempos muy duros; cometí numerosos errores, pero cada nuevo día representaba una experiencia emocionante.
—¿Cómo fue que os separasteis de vuestros padres, de vuestra gente?
—Estalló una guerra. Los pueblos de los humanos estaban siendo borrados del mapa, personas a las que considerábamos amigas eran asesinadas. Los adultos decidieron ayudar a los humanos, pero los turcos atacaron justo después de que el sol se alzara en el cielo, el momento más vulnerable para los nuestros, cuando deben ir bajo tierra. Los soldados eran muchos, crueles y despiadados, decididos a eliminar a todo aquel que habitara en la zona para librarse de nosotros, puesto que nos consideraban alimañas, vampiros. Desafortunadamente, los nuestros no tenían fuerzas ni poder suficiente porque el sol estaba bien alto, así es que aconteció una masacre, una innecesaria pérdida de vidas. Aquel día murieron demasiados, humanos y de los nuestros, mujeres y niños. Muchos de mis congéneres fueron sometidos al ritual reservado a los vampiros: les cortaron la cabeza y les atravesaron el corazón con una estaca. Mis padres entre ellos.
La voz de Darius sonaba triste, melancólica y distante, como si parte de sí mismo se hubiese alejado y estuviese a siglos de distancia de ella. Tempest se giró entre sus brazos y le rozó los labios con las yemas de los dedos.
—Lo siento tanto, Darius. Debió ser terrible para ti —dijo con las pestañas humedecidas por las lágrimas y los ojos brillantes y luminosos. Su corazón palpitaba lleno de dolor por él, por sus padres asesinados y por el niño que Darius había sido.
Él rozó una de sus lágrimas, cogiéndola con la punta de un dedo.
—No llores por mí, Tempest. Jamás quise que tu corazón llorase de dolor. Tú también has tenido una vida dura; al menos la mía estuvo llena de amor hacia mi vieja familia y hacia la nueva, durante muchos años antes de perder mis emociones y de dejar de percibir los colores. La embarcación en la que escapamos de nuestro hogar asolado por la guerra nos llevó más allá del océano antes de verse inmersa en una enorme tormenta. Entonces nos quedamos a la deriva, siendo yo el mayor de los supervivientes. Conseguimos llegar a las costas de África y durante años vivimos allí cientos de aventuras, hasta que la oscuridad se hizo presente y se extendió por mi alma.
Tempest observó cómo se llevaba el dedo a la boca y saboreaba su lágrima, tenía los ojos oscurecidos con una mirada sensual y sus carnosos labios alarmantemente seductores. Tragó con dificultad, temerosa de arrojarse en sus brazos para probar de nuevo el sabor de aquella boca y perderse para siempre en la ardiente intensidad de sus ojos.
—¿Qué oscuridad, Darius? ¿De qué estás hablando?
—A lo largo de estos últimos siglos no he sentido nada; llega un momento en la vida de un hombre de los Cárpatos en el que pierde todas sus emociones y corre el riesgo de transformarse en un vampiro. Como yo tenía a mi cargo a los demás, luché contra la bestia que tomaba mi interior. Pero hace incontables años que no percibo los colores, no siento ninguna alegría, ni tengo necesidad de estar con una mujer, no existe la risa ni el amor. Ni siquiera me he sentido culpable por haber matado aunque fuese necesario. Sólo el hambre estaba siempre presente, voraz y terrible, siempre acompañándome. La bestia, rugiendo por el ansia de libertad, siguió creciendo hasta que la lucha fue constante, tenía que evitar que se liberara. Y entonces, en mitad de toda esa oscuridad, apareciste tú, devolviéndome el color, la luz y la vida —Darius lo dijo en voz baja, demostrando que cada palabra era cierta. Asió con una mano la melena cobriza de Tempest y se la llevo hacia el rostro para poder inhalar su fragancia—. Te necesito más que a cualquier otra cosa que exista en el mundo. Mi cuerpo me dice que el tuyo le pertenece. Mi corazón reconoce al tuyo. Mi alma clama por la tuya y mi mente te busca constantemente. Eres la única mujer que puede domar a la bestia y mantenerme en este mundo, en la senda del bien y de la luz. La única que puede impedir que comience a matar a mortales e inmortales por igual.
Tempest se mordió de nuevo el labio inferior; aquello era demasiado para ella. Las palabras de Darius habían conseguido ponerla nerviosa aún cuando la hacían sentirse la mujer más deseada de la tierra.
—No nos emocionemos de nuevo, Darius. He accedido a viajar con el grupo durante un tiempo, pero salvar el mundo va un poco más allá de lo que es mi especialidad. Llevo una formidable llave inglesa y todo eso, pero las relaciones personales se me escapan de las manos —sus respuestas podían ser frívolas, pero el corazón se le había derretido al escuchar cada una de las palabras de Darius. Su elegancia y encanto, propios de otro siglo, equilibraban de algún modo el aura de peligro que le rodeaba como una segunda piel. Igual que el magnetismo sexual que exudaba, al cual ni siquiera intentó escapar fingiéndose inmune.
—En beneficio de cualquier interesado, es mucho mejor que te mantengas alejada de cualquier otra relación.
Los ojos verdes brillaron con intensidad antes de apartarse del rostro de Darius, Tempest se sentía demasiado atraída por aquellos labios perfectos como para mirarlos más de la cuenta.
—Caminemos, Darius. Creo que será más seguro que quedarnos aquí sobre un tronco al lado de un precipicio. Mucho más seguro.
Darius le pasó el brazo por la cintura y se inclinó hasta que su cálido aliento rozó la nuca de Tempest.
—Huye si quieres, nena, pero siempre regresarás a mí.
Apartó con decisión el brazo que la rodeaba con fuerza, orgullosa de su resolución. Si el cuerpo de Darius seguía manteniendo el contacto, ambos estallarían en llamas. La única cosa razonable que podían hacer es buscar un océano que los separara, o mejor un glaciar. Quizás un casquete polar. Estos pensamientos de Tempest fueron seguidos por la enloquecedora risa de Darius mientras ella saltaba desde el tocón y comenzaba a caminar con paso majestuoso.
—Leer tu mente se está convirtiendo en algo muy interesante, cielo. Siempre podríamos vivir en un iglú.
—Imposible, lo derretirías. Y entonces, ¿dónde íbamos a meternos? Te lo advierto, nada de mirarme con ojitos hipnóticos. Y quizás deberíamos probar a ponerte una máscara —también tendría que dejar de reírse de aquella forma tan fascinante, definitivamente sería lo mejor. Estaba haciendo estragos en su interior; la temperatura de su cuerpo había subido hasta casi derretirla y se sentía tan cargada de deseo que empezaba a pensar en arrojarse a sus brazos y suplicarle que la aliviara si no dejaba de provocarla. Entonces seguro que se sentiría muy arrepentido. Sí. Girándose, le lanzó una furibunda mirada.
—Vale, haz el lagarto.
Darius observó su rostro con atención.
—¿Que haga el lagarto? —repitió. Y entonces una irreverente sonrisa curvó sus labios sensuales—. ¿Que pase la lengua por tu cuerpo? Con mucho gusto, sólo tienes que decirme por donde —y deliberadamente, se inclinó hacia el lugar donde el pulso latía en su cuello, con aquella mirada repentinamente abrasadora mientras la risa se desvanecía.
Tempest lo empujó con fuerza; si sentía el áspero roce de su lengua en el cuello estaría perdida.
—Aléjate de mí —le dijo mientras Darius la asía de nuevo por la cintura, encadenándola a su lado.
—Me refería a las escamas. Necesitas algunas escamas. Si fueses una criatura que se arrastra por el suelo, no pensaría que estoy arriesgando mi honor paseando contigo por el bosque —le dijo riéndose a pesar de sí misma.
—Si me transformara en un lagarto, seguro que te largarías chillando al campamento —Darius sabía que Julian y Desari ya se habían marchado en la caravana, llevándose a Sasha y Forest. Dayan, Syndil y Barack estaban en ese mismo instante acomodándose con dificultad en el veloz deportivo que Barack tanto amaba. Darius podía escucharle mientras le pedía a Syndil que volviese a hablar con él, intentando convencerla de que no era una rata.
Aprovechó la momentánea pausa de Tempest para tomarla de la mano y enlazar los dedos con los de ella mientras la atraía de nuevo bajo la seguridad de su brazo.
—Si me transformara, me encantaría enseñarte un Dragón de Komodo.
El corazón de Tempest se detuvo unos instantes mientras su imaginación trabajaba.
—¿No teníamos que marcharnos esta noche a algún lugar? Pensaba que lo tenías todo cronometrado. Vamos a olvidarnos de los Dragones de Komodo que ya eres bastante aterrador bajo tu apariencia humana.

Se encaminaban de vuelta al campamento, deslizándose entre la capa de niebla que cada vez se espesaba más sobre el suelo, confiriendo al bosque un aspecto hermoso y fantasmal, en aquel momento tenía la apariencia de un lugar mágico, místico. A Tempest le gustaba la fuerza que emanaba de la mano de Darius, el calor de su cuerpo templando el suyo, sus movimientos gráciles que sugerían un enorme y férreo control. Y sobre todo le encantaba la manera en que sus ojos la devoraban con ardor, posesivos y la forma en que su boca, perfectamente esculpida, la tentaba.
Darius se detuvo tan bruscamente que Tempest prácticamente cayó de bruces sobre él. Había girado la cara para poder mirarla y ella pudo ver sus sensuales rasgos morenos bajo los rayos de luna que se derramaban entre el dosel de los árboles. Su aspecto lo decía todo sobre él, un hombre poseedor de un inmenso poder, un hechicero sin parangón. Tempest no pudo hacer más que contemplar absorta toda su belleza masculina, perdida en la voracidad de aquellos ojos negros.
 No podía respirar tan cerca de él. Los ojos se le oscurecieron aún más hasta que sólo dejaron ver la cruda y voraz necesidad que sentía. Deslizó las manos por los brazos de Tempest hasta posarlas sobre sus caderas, incitándola a acercarse aún más. La oscuridad del bosque mezclada con los plateados rayos de la luna y la blancura de la niebla que les rodeaba, les hacía sentirse alejados por completo del mundo. Darius inclinó lentamente la cabeza, atraído por algún poder ajeno a sí mismo, que no era capaz de comprender. Lo único que importaba en aquel instante era sentir aquellos labios suaves bajo los suyos, degustar su sabor a miel silvestre, tomar el control y acabar con el sufrimiento que ambos estaban padeciendo. Tenía que hacerlo, les era tan necesario como respirar.
Sus labios se cerraron sobre los de Tempest. Firmes pero suaves, moviéndose con ternura para forzarla a responder el beso. La sintió moverse levemente bajo sus manos y deslizarse hasta su interior hasta rodear por completo su corazón. Le mordisqueó los labios con suavidad e insistencia, hasta que a ella no le quedó más remedio que satisfacer aquella muda exigencia y separarlos para él. Darius sintió que la tierra giraba bajo sus pies de forma alarmante, pero siguió unido a ella, besándola mientras era transportado en el tiempo y el espacio a un lugar donde nunca había estado.
Inconscientemente, buscó la mente de Tempest y se unió a ella por completo, compartiendo sus fantasías eróticas y la euforia que lo inundaba por haberla encontrado. Compartió la forma en la que su cuerpo regresaba a la vida y hervía por ella, insaciablemente hambriento. Flotaba en el espacio entre sensaciones placenteras, planeando sin alas, cayendo en picado para volver a subir a lo alto impulsado por una nueva llamarada de deseo; perdiéndose en Tempest, siempre estaría perdido en ella. Su piel era tan suave… su pelo tan sedoso… ella era el milagro de la vida.
Tempest lo sentía por igual en el vórtice de pasión al que Darius la había arrastrado, él estaba consiguiendo que quedara atrapada en el deseo, magnificándolo hasta el punto de no saber dónde acaba ella y empezaba él. Se habían fundido en un solo ser consumido por un ansia feroz. No había espacio para el instinto de conservación, ni para el pudor. Lo necesitaba en la misma medida que Darius a ella. Sentía sus brazos aferrándola de forma posesiva, encerrándola en el refugio de su duro cuerpo tan absolutamente masculino.
Darius sentía que la sangre se le espesaba hasta convertirse en un torrente de lava ardiente que corría de pies a cabeza hasta que temió estallar en llamar.
Debemos parar.
Escuchó las palabras ligeras en su mente como alas de mariposa, pronunciadas sin aliento, eróticas y cargadas del mismo deseo que amenazaba con consumirlo y destruir su autocontrol. Pero encerraban algo más, algo nuevo. Y Darius supo lo que era porque sus mentes estaban firmemente unidas: miedo, un miedo tan elemental como la vida misma. Se obligó a volver a la realidad, y a alejarse de las urgentes demandas que su cuerpo le exigía para recobrar la sensatez.
Tempest se sentía abrasada, ya no era ella misma, ahora formaba parte de Darius; eran una entidad única y completa. Se aferraba a él como a un ancla que la mantenía a salvo en mitad de aquella furiosa tormenta de magia.
Darius alzó el rostro, dejando sus labios a escasos centímetros de la boca de su compañera. Allí permanecieron, absortos el uno en el otro, mirándose fijamente a los ojos, maravillados de que un solo beso hubiese dado lugar a tan tremenda explosión. Tempest se alejó de una forma muy femenina, intentando recobrarse y enfriar el terrible ardor que bañaba su cuerpo. Se llevó una mano a los labios, rozándolos con las yemas de los dedos, incapaz de creer que ella hubiese ayudado a aumentar el fuego.
—No lo menciones, cielo. Sé exactamente lo que vas a decir —dijo con aquella enloquecedora risa masculina tiñendo su voz ronca.
Tempest movió la cabeza.
—No creo que pueda hablar. Sinceramente, Darius, eres letal. No podemos hacer esto, es demasiado peligroso. Estaba esperando que una descarga eléctrica nos fulminase.
Darius se pasó la mano por la oscura mata de pelo.
—Juraría que me atravesó un rayo, y que me partió en dos con su fuego incandescente.
Tempest sonrió, de forma insegura, pero una sonrisa al fin y al cabo.
—Entonces estamos de acuerdo. No volveremos a hacerlo de nuevo.
Darius pasó un brazo alrededor de su cuerpo y descubrió que temblaba.
—Creo que la respuesta la tenemos en lo que acaba de suceder, Tempest. Debemos aprender a controlarlo; mientras más practiquemos, mejor lo haremos.
—¿Mejor? —Preguntó Tempest llevándose una mano a la boca con los ojos abiertos por la sorpresa— Si nos atreviésemos a mejorar un poco más, arrasaríamos el mundo con un enorme incendio. No sé tú, pero yo no me siento muy bien en este momento —su cuerpo estaba entumecido y dolorido por el deseo insatisfecho, sensible al más ligero roce. Cada vez que Darius la tocaba la atravesaban dardos de fuego. Lo necesitaba, necesitaba su cuerpo—. Si tuviésemos el más mínimo sentido común, pondríamos medio mundo entre nosotros.
Darius la tomó de la mano, llevándose los nudillos a los labios. Unas pequeñas cicatrices le intrigaron. Examinó las pálidas marcas blanquecinas con la lengua en una lenta y áspera caricia abrasadora. Tempest cerró los ojos para no ver el deseo latente en la mirada de Darius, para no ser consciente de su descarada sensualidad. Esta vez supo que la inmediata explosión no la causó solamente ella. No solía hacer cosas como esa, ella no buscaba tan repentinamente ese tipo de intimidad. Jamás. ¿Quién iba a pensar que con una caricia tan suave, o con una simple mirada, quedaría consumida por un fuego líquido y sentiría un dolor que nunca desaparecería?
—Darius, debes detenerte —dijo entre risas y lágrimas—. No tengo ni idea de lo que hacer. Quiero decir, que eres un vampiro.
Él negó con un movimiento de cabeza.
—No tengo nada de vampiro, cielo. El Señor nos libre. Ya te expliqué que un vampiro es un ser que ha elegido la oscuridad eterna, que ha entregado su alma. Tú eres mi alma, mi fuerza, la luz que ilumina mi oscuridad. Soy un hombre de los Cárpatos, aunque no crecí entre los míos y me comporto de un modo quizás diferente a ellos. No conozco a nuestro Príncipe, el que lleva en sus hombros la responsabilidad de evitar que nuestra especie se extinga. Ni siquiera sabía de su existencia o de la de mi hermano mayor hasta hace unas cuantas semanas.
Tempest comenzó a reírse.
—¿Es que no hay nada normal de lo que podamos hablar? A ver, dime, ¿qué tal del tiempo? Estamos teniendo un tiempo inusual —si Darius continuaba hablando de cosas que su cerebro se negaba a comprender, Tempest temía volverse loca.  Todo iba demasiado rápido.
La sonrisa de Darius se hizo mayor.
—¿Te gustaría que crease una tormenta? Podemos hacer el amor bajo la lluvia.
—Podemos buscar a los demás e imaginarnos que en la multitud está la salvación —sugirió Tempest con firmeza, ignorando el hecho de que su cuerpo comenzaba a derretirse ante la escandalosa sugerencia—. Ya veo cuál de los dos es el más práctico y, evidentemente, no se trata de ti —y tirándole de la mano, tomó la delantera de vuelta al campamento.
Darius la siguió, guardando un sorprendente silencio durante unos minutos. Finalmente, se aclaró la garganta, sentía curiosidad.
—¿Tempest? ¿Dónde vamos exactamente? No es que me importe, te seguiré a donde quieras llevarnos; pero si no recuerdo mal, este sendero bordea un barranco y no es muy seguro.
Tempest sintió como el rubor ascendía por su cuello y le cubría el rostro. Cuando intentó separar los dedos de la mano de Darius, él se lo impidió. Le daban ganas de darle un par de patadas en la espinilla. Ya era bastante malo que él la encendiera de deseo, pero era peor sentirse todavía completamente aturdida, mientras él parecía estar tan tranquilo como siempre, implacable e invencible.
—¿Dónde está el campamento entonces? —le preguntó con los dientes apretados.
Darius la miró fijamente un instante, después parpadeó, y la mirada burlona que Tempest estaba segura de haber visto en las profundidades de sus ojos, desapareció. Él la observaba con una expresión perfectamente serena que le hacía sentir deseos de patearle de verdad las espinillas. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para contenerse.
—No me sermonees. Normalmente, suelo tener sentido de la orientación —protestó—. Debes de haberme hechizado o algo así. Ve tú delante, entonces. Y borra esa expresión de tu cara.
Darius caminaba en silencio, protegiéndola con su cuerpo de forma inconsciente.
—¿Y qué tipo de hechizo se supone que te lancé? —le preguntó con aquella inflexión suave, hipnótica y límpida a la que ella parecía no poder resistirse.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —Le preguntó malhumoradamente— Por lo que yo sé, estudiaste con Merlín —y le miró con recelo—. No lo hiciste, ¿verdad?
—En realidad, cielo, Merlín fue mi aprendiz —le contestó.
Tempest se tapó las orejas con las manos, con los dedos aún entrelazados con los de él.
—No quiero oír esto, aunque estés bromeando, no quiero escucharlo.

Llegaron al claro y Tempest se detuvo dándose cuenta de que se habían marchado. Sólo quedaba el camión. Ni siquiera había un pedazo de papel en el suelo que indicase que alguien había estado allí. Su destino era estar a solas con Darius, lo quisiera o no.
—Esto es una conspiración, ¿no es cierto?
Darius rió quedamente mientras abría la puerta del vehículo.
—Puede que mi familia piense que he perdido la razón, pero jamás conspirarían en tu contra.
—Pero sí lo harían por ti —dijo Tempest con una repentina intuición. Y ladeando la cabeza le preguntó—. ¿Qué harían si a tu Príncipe o a tu gente no les gustase algo de lo que hicieras?
Darius se encogió de hombros con su peculiar indiferencia.
—Lo único que me interesa es que mi familia no se inmiscuya en mis asuntos. Hace mucho que me cuido solo y me ocupo yo mismo de mis cosas. No respondo ante nadie; no lo he hecho jamás y no sería capaz de hacerlo a estas alturas de mi vida —sus manos abarcaron la cintura de Tempest y la alzó sin esfuerzo dejándola en el asiento del camión—. Abróchate el cinturón, cielo. No me gustaría que te bajases de un salto a la menor señal de peligro.
Tempest murmuraba por lo bajo mientras él se acomodaba tras el volante. En la estrecha cabina del camión, Darius parecía aún más poderoso. La anchura de sus hombros, sus fuertes muslos semejantes a columnas y el calor de su cuerpo se percibían con mayor intensidad. Tempest tragó saliva, deteniendo un gemido. El aroma masculino la atraía, despertando su parte salvaje e indómita. Sus dedos comenzaron a golpear con nerviosismo el salpicadero.
—Estoy pensando, Darius, que quizás debería coger un autobús.
Había una sombra de desesperación, fácilmente identificable para Darius, que él prefirió ignorar. Tras poner en marcha el motor, alargó un brazo para poder rozar su suave mejilla con la yema de un dedo una vez más. La caricia, ligera como el roce de una pluma, hizo que el corazón de Tempest se desbocara. Ella sabía que Darius podía escuchar sus latidos, que era consciente del torrente que corría por sus venas y de su cuerpo totalmente preparado y con una urgente necesidad del suyo. Con un pequeño suspiro, se reclinó en el asiento y echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos.

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Aclaracion-Disclaimer

La Saga Serie Oscura, es propiedad de la talentosa Christine Feehan.
Este espacio esta creado con el único fin de hacer llegar los primeros capítulos de estas magnificas obras a todos ustedes que visitan el blog. Lamentablemente, en latinoamericano muchos de estos maravillosos ejemplares, no estan al alcance de todos.
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Gracias por su visita
Mary