Un Ritual lleno de Pasion y Amor

"Te reclamo como mi compañera. Te pertenezco. Te ofrezco mi vida. Te doy mi protección, mi fidelidad, mi corazón, mi alma y mi cuerpo. Tu vida, tu felicidad y tu bienestar serán lo más preciado y estarán por encima de todo siempre. Eres mi compañera, unida a mí para toda la eternidad y siempre bajo mi cuidado”



martes, 31 de mayo de 2011

POSESION OSCURA/CAPITULO 1




Manolito de la Cruz despertó bajo la tierra oscura con el corazón palpitándole en el pecho, lágrimas de sangre surcándole el rostro, y abrumado por el pesar. El grito desesperado de una mujer hacía eco en su alma, desgarrándole, reprendiéndole, apartándole del borde de un gran precipicio, y se estaba muriendo de hambre.
Cada célula de su cuerpo imploraba sangre. El hambre le roía con garras despiadadas, hasta que una roja neblina le cubrió la vista y su pulso martilleó por la necesidad de conseguir alimento inmediatamente. Desesperado, exploró las cercanías de su lugar de descanso, buscando la presencia de enemigos sin encontrar ninguno, atravesó como un cohete las ricas capas de tierra, hacia el aire. El corazón le tronaba en los oídos mientras su mente gritaba.
Aterrizó en cuclillas en medio de unos densos arbustos y espesa vegetación y lanzó una lenta y cuidadosa mirada alrededor. Por un momento todo pareció equivocado... monos chillando, pájaros gritando una advertencia, la exhalación de un depredador más grande, incluso el arrastrar de los lagartos a través de la vegetación. Se suponía que no debería estar allí. En la selva tropical. Su hogar.
Sacudió la cabeza, intentando aclarar su fragmentada mente. Lo último que recordaba con claridad era interponerse delante de una mujer de los Cárpatos embarazada, protegiendo tanto a la madre como al niño nonato de un asesino. Shea Dubrinsky, la compañera de Jacques, cuyo hermano era el príncipe de la gente de los Cárpatos. En ese momento había estado en las Montañas de los Cárpatos, no en Sudamérica, a la que ahora llamaba hogar.
Repasó las imágenes en su cabeza. Shea se había puesto de parto en la fiesta. Ridículo asunto. ¿Cómo podían mantener a las mujeres y niños a salvo en medio de semejante locura? Manolito había presentido el peligro, al enemigo moviéndose entre la muchedumbre, acechando a Shea. Se había distraído, deslumbrado por colores, sonidos y las emociones que se vertían sobre él llegando de todas direcciones. ¿Cómo era posible? Los Antiguos Cazadores Cárpatos no sentían emociones y veían en tonos de gris, blanco y negro… aún así... recordaba claramente que el cabello de Shea era rojo. De un brillante, brillante rojo.
Los recuerdos se dispersaron cuando el dolor explotó atravesándole, haciendo que se doblara sobre sí mismo, mientras oleadas de debilidad le golpeaban. Se encontró sobre las manos y las rodillas, con el estómago encogido en duros nudos y sus entrañas pesadas. Un fuego le quemaba en su interior como veneno fundido. Las enfermedades no atacaban a la raza de los Cárpatos. No podía haberse contagiado con enfermedad humana. Esto era algo provocado por un enemigo.
¿Quién me ha hecho esto? Apretó los blancos dientes en una muestra de agresividad, con los incisivos y caninos afilados y letales mientras miraba con ferocidad a su alrededor. ¿Cómo había llegado esta aquí? Arrodillándose en la tierra fértil, intentó decidir qué hacer ahora.
Otro rayo de dolor cegador fustigó sus sienes, ennegreciendo los bordes de su visión. Se cubrió los ojos intentando bloquear las estrellas fugaces que venían hacia él como misiles, pero cerrar los ojos empeoró el efecto.
―Soy Manuel De la Cruz―murmuró para sí mismo, tratando de forzar a su cerebro a trabajar… a recordar… empujando las palabras a través de los dientes apretados fuertemente en una mueca―Tengo un hermano mayor y tres hermanos menores. Me llaman Manolito para molestarme, porque mis hombros son más amplios y tengo más músculos y, de esa forma, me reducen a la condición de un niño. No me abandonarían si supieran que los necesitaba.
Nunca me habrían abandonado. Nunca. No sus hermanos. Eran leales los unos a los otros… lo habían sido durante largos siglos y siempre sería así.
Empujó a un lado el dolor intentando descubrir la verdad. ¿Por qué estaba en la selva tropical cuando debería estar en las montañas de los Cárpatos? ¿Por qué había sido abandonado por su gente? ¿Sus hermanos? Sacudió la cabeza en negación, aunque le costó muchísimo, ya que su dolor se incrementó y parecía que le estaban clavando clavos en la cabeza.
Se estremeció cuando las sombras se arrastraron acercándose, rodeándole, tomando forma. Las hojas crujieron y los arbustos se movieron, como tocados por manos invisibles. Los lagartos salieron disparados de debajo de la vegetación podrida y se alejaron corriendo como asustados.
Manolito se hizo atrás y nuevamente miró cautelosamente a su alrededor, esta vez examinando sobre y bajo tierra, desmenuzando la región concienzudamente. Había solo sombras, nada de carne y sangre que indicara que había un enemigo cerca. Tenía que controlarse y averiguar lo que estaba pasando antes de que se cerrara la trampa… y estaba seguro de que había una trampa y de que estaba a punto de quedar completamente atrapado.
En todo el tiempo que había estado cazado al vampiro, Manolito había resultado herido y envenenado en muchas ocasiones, pero había sobrevivido porque siempre usaba el cerebro. Era hábil, sagaz y muy inteligente. Ningún vampiro o mago iba a superarle, estuviera enfermo o no. Si estaba alucinando, tenía que encontrar la manera de romper el hechizo para protegerse a sí mismo.
Las sombras se movieron en su mente, oscuras y malignas. Miró a su alrededor, al nacimiento de la jungla y en vez de ver un hogar acogedor, vio las mismas sombras moviéndose… tratando de alcanzarlo… tratando de atraparlo con sus codiciosas garras. Las cosas se movían, las banshees gemían, criaturas desconocidas se reunían entre los arbustos y a lo largo del terreno.
No tenía sentido, no para uno de su especie. La noche le debería haber dado la bienvenida… reconfortándolo. Envolviéndolo en su rico manto de paz. La noche siempre le había pertenecido, a él… a su gente. Debería haberse visto inundado de información con cada respiración que tomaba en su cuerpo, pero en vez de ello su mente le jugaba malas pasadas, veía cosas que no deberían estar allí. Podía oír una oscura sinfonía de voces que lo llamaban, los sonidos aumentaron de volumen hasta que su cabeza palpitó con gemidos y lastimosos gritos. Dedos huesudos rozaron su piel; patas de araña se arrastraron sobre él, haciendo que se retorciera de derecha a izquierda, sacudiendo los brazos, golpeándose el pecho y frotándose la espalda vigorosamente en un esfuerzo por apartar las invisibles telas de araña que parecían pegadas a su piel.
Se estremeció nuevamente y forzó al aire a entrar en sus pulmones. Tenía que estar alucinando, cautivo en la trampa de un maestro vampiro. Si ese era el caso, no podía llamar a sus hermanos pidiendo ayuda hasta que supiera si él era el señuelo que les atraería también a ellos a la tela de araña.
Se aferró la cabeza con fuerza y forzó a su mente a calmarse. Recordaría. Era un antiguo Cárpato enviado lejos por el anterior Príncipe, Vlad, a cazar al vampiro. Hacía siglos que el hijo de Vlad, Mikhail, había asumido el gobierno de su pueblo. Manolito sintió una de las piezas encajar mientras un trozo de su memoria volvía a su lugar. Había estado lejos de su hogar en Sudamérica, había sido convocado por el Príncipe a una reunión en las Montañas de los Cárpatos, una celebración de la vida ya que la compañera de Jacques iba a dar a luz a un niño. Aunque ahora parecía estar de regreso en la selva tropical, en una parte que le resultaba familiar. ¿Podría estar soñando? Nunca había soñado antes, no que recordara. Cuando un hombre de los Cárpatos acudía a la tierra, cerraba su corazón, sus pulmones y dormía como si estuviera muerto. ¿Cómo podía estar soñando?.
Una vez más se arriesgó a una mirada por los alrededores. Su estómago se revolvió cuando los brillantes colores le deslumbraron, haciendo que le doliera la cabeza y sintiera náuseas. Después de siglos de ver en blanco y negro con sombras de gris, ahora la jungla circundante lucía un rabioso color, tonos de vívidos verdes, un desenfreno de flores de colores derramándose por los troncos de los árboles junto con las enredaderas. Su cabeza latía y le ardían los ojos. Se le escapaban gotas de sangre como lágrimas, recorriendo su rostro, en tanto que bizqueaba tratando de controlar la sensación de vértigo, mientras examinaba la selva tropical.
Las emociones lo inundaron. Saboreó el miedo, algo que no había conocido desde que era niño. ¿Qué estaba pasando? Manolito luchó por concentrarse sobre la extraña maraña de pensamientos que se agolpaban en su mente. Se esforzó en mantener a raya la basura, y en concentrarse en lo que sabía de su pasado. Se había colocado delante de una anciana humana poseída por un mago justo cuando ella empujaba un arma envenenada hacia Jacques y el hijo nonato de Shea. Sintió la conmoción cuando entró en su carne, la torsión y el desgarro que provocó la hoja serrada al cortar a través de sus órganos rasgándole el estómago. El fuego ardió en su interior, extendiéndose rápidamente mientras el veneno se abría paso por su sistema nervioso.
La sangre había corrido en ríos y la luz se había desvanecido rápidamente. Había oído voces llamándolo, canturreando, y había sentido a sus hermanos extendiéndose hacia él para tratar de retenerlo en este mundo. Recordaba eso muy claramente, el sonido de las voces de sus hermanos implorándole… no… exigiéndole que se quedara con ellos. Se había encontrado a sí mismo en un reino tenebroso, con las banshees gimiendo, las sombras fluctuando y estirándose. Esqueletos. Amenazadores dientes puntiagudos. Garras. Arañas y cucarachas. Víboras siseando. Los esqueletos acercándose cada vez más hasta que…
Cerró su mente a lo que le rodeaba, a todas las sendas mentales compartidas, para no dar oportunidad a nadie de alimentarse de sus propios miedos. Tenía que ser una alucinación provocada por el veneno que recubría la hoja del cuchillo. No importaba que hubiera logrado evitar que entrara en su cerebro… algo malicioso ya estaba presente.
El fuego le rodeó, las llamas crepitaron estirándose ávidamente hacia el cielo y extendiéndose hacia él como lenguas obscenas. Saliendo de la conflagración, emergieron mujeres, mujeres a las que había utilizado para alimentarse durante los siglos pasados, largamente muertas para el mundo ahora. Empezaron a agolparse a su alrededor, con los brazos estirados, las bocas abiertas ampliamente, mientras se inclinaban hacia él, mostrando sus atributos a través de vestidos ajustados que se adherían a sus cuerpos. Sonreían y le hacían señas, con los ojos abiertos de par en par, sangre corriendo por el costado de sus cuellos… tentándole... tentándole. El hambre ardió. Rabió. Creció hasta convertirse en un monstruo.
Mientras miraba, ellas le llamaban seductoramente, gimiendo y retorciéndose como en un éxtasis sexual, tocándose a sí mismas sugerentemente con las manos.
―Tómame, Manolito ―gritó una.
―Soy tuya ―llamó otra y se movió hacia él.
El hambre le obligó a ponerse en pie. Casi podía degustar la rica y caliente sangre; estaba desesperado por recobrar el equilibrio. Estaba necesitado y ellas proveerían. Les sonrió, la lenta y seductora sonrisa que siempre presagiaba la captura de una presa.
Cuando dio un paso adelante se tambaleó, los nudos de su estómago se endurecieron hasta formar dolorosos terrones. Se sostuvo con una mano en la tierra antes de caer. El suelo se movió y pudo ver los rostros de las mujeres entre el polvo y las hojas podridas. La tierra, negra y rica, cambió hasta que quedó rodeado de caras, cuyos ojos le miraban acusadoramente.
―Nos mataste. Nos mataste. ―La acusación fue suave, pero poderosa, la boca muy abierta como con horror.
―Tomaste mi amor, todo lo que tenía para ofrecer, y luego me dejaste ―gritó otra.
―Me debes tu alma ―demandó una tercera.
Él se echó atrás con un leve siseo de negación.
―Nunca os toqué, a no ser para alimentarme ―Pero les había hecho creer que lo había hecho. Él y sus hermanos permitían que las mujeres pensaran que habían sido seducidas, pero nunca habían traicionado a sus compañeras. Nunca. Esa había sido una de sus reglas más sagradas. Nunca había tocado a una inocente de otra forma que no fuera para alimentarse. Las mujeres a las que había utilizado para alimentarse, todas habían sido fáciles de leer, codiciaban su apellido y el poder que ostentaba. Las había cautivado con cuidado, alentado sus fantasías, pero nunca las había tocado físicamente salvo lo necesario para alimentarse.
Cuando los lamentos se hicieron más fuertes y sacudió la cabeza, los fantasmales espectros se volvían más insistentes, sus ojos se entrecerraban decididos. Enderezó los hombros y enfrentó a las mujeres categóricamente.
―Vivo de la sangre y tomé lo que se me ofreció. No maté. No fingí amaros. No tengo nada de qué avergonzarme. Marchaos y llevaros vuestras acusaciones. No traicioné mi honor, ni a mi familia, ni a mi raza, ni a mi compañera.
Tenía muchos pecados por los que responder, muchos actos oscuros que manchaban su alma, pero este no. No de este, del que estas mujeres sensuales y de bocas codiciosas le acusaban. Les gruñó, levantó la cabeza con orgullo y enfrentó directamente sus fríos ojos. Su honor estaba intacto. Se podrían decir muchas cosas de él. Podrían juzgarlo por otras mil cosas distintas y encontrarle culpa, pero nunca había tocado a una inocente. Nunca había permitido que una mujer pensara que tal vez podría enamorarse de ella. Había esperado fielmente a su compañera, aún sabiendo que las posibilidades de encontrarla alguna vez eran muy pequeñas. No había habido ninguna otra mujer a pesar de lo que pensaba todo el mundo. Y no la habría nunca. Sin importar sus otras faltas, no traicionaría a su mujer. Ni de palabra, ni de hecho, y ni siquiera con el pensamiento.
A pesar de que dudaba que ella fuera a nacer alguna vez.
―Alejaos de mí. Vinisteis a mí deseando poder y dinero. No había amor por vuestra parte, ningún interés real en nada que no fuera conseguir lo que deseabais. Os dejé recuerdos, falsos sin embargo, a cambio de vida. No sufristeis ningún mal; de hecho estabais bajo mi protección. No os debo nada, y menos que nada mi alma. Tampoco permitiré que me juzguen criaturas como vosotras.
Las mujeres chillaron, las sombras se alargaron, proyectando oscuras bandas a través de sus cuerpos como tiras de cadenas. Los brazos se estiraron hacia él con garras creciendo de sus uñas y humo arremolinándose alrededor de sus retorcidas formas.
Manolito sacudió la cabeza, firme en su negación de la maldad. Era Cárpato y necesitaba sangre para sobrevivir... era así de sencillo. Había seguido los dictados de su príncipe y había protegido a otras especies. Aunque si bien era cierto que había matado, y a menudo se sentía superior por sus habilidades y su inteligencia, había guardado viva, en ese lugar que era para su compañera, la última chispa de humanidad por si acaso.
No sería juzgado por estas mujeres con sus sonrisas astutas y cuerpos maduros, ofrecidos sólo para capturar a un macho saludable, no por amor, sino por avaricia... aunque la pena tiraba de sus emociones. Cruel, abrumadora pena que llegaba hasta él y se colaba en su alma, haciendo que se sintiera cansado y perdido, y deseando el dulce olvido de la tierra.
A su alrededor, el gemido se hacía más fuerte, pero las sombras empezaban a disolver las formas y colores de las caras. Varias mujeres se quitaron la ropa y le murmuraron invitaciones. Manolito les frunció el ceño.
―No tengo necesidad ni deseo de vuestros encantos.
Siente. Siente. Tócame y sentirás otra vez. Mi piel es suave, te llevará todo el camino hasta el cielo. Sólo tienes que darme tu cuerpo una vez y yo te daré la sangre que anhelas.
Las sombras le rodearon y salieron mujeres de las vides y la hojas, estallando a través de la misma tierra y estirándose hacia él, sonriendo seductoramente. Sintió... repulsión y mostró los dientes sacudiendo la cabeza.
―Nunca la traicionaría ―dijo en voz alta―. Preferiría morir de hambre lentamente ―dijo con un gruñido bajo, un gruñido de advertencia que retumbó en su garganta.
―La muerte requerirá siglos―Las voces ya no eran seductoras, sino más desesperadas y gimoteantes, más frenéticas que acusadoras.
―Que así sea. No la traicionaré.
―Ya la has traicionado―chilló una―. Le robaste un trozo de su alma. La robaste y no puedes devolverla.
Buscó en su memoria fraccionada. Por un momento olió una brizna de perfume, un olor a algo limpio y fresco en medio de la decadente putrefacción que le rodeaba. El sabor de ella en su boca. Su corazón latió fuerte y firme. Todo en él se asentó. Ella era real.
Inhaló, exhaló, expulsando las sombras que le rodeaban, aunque más pena se vertió sobre él.
―Si he cometido tal crimen contra ella, entonces haré lo que ella desee―¿Había cometido un pecado tan grave que ella le había abandonado? ¿Era esa la razón de la pena poco familiar que convertía su corazón en una piedra tan pesada?.
A su alrededor las caras se disolvieron lentamente mientras las formas se enturbiaban aún más, hasta que sólo fueron sombras aullantes y la sensación de náusea en el fondo de su estómago se alivió, aunque su hambre creció más allá del anhelo.
Tenía una compañera. Se aferró a esa verdad. Hermosa. Perfecta. Una mujer nacida para ser su compañera. Nacida para él. Suya. Los instintos depredadores se alzaron dura y rápidamente. Un gruñido retumbó en su pecho y la siempre presente hambre rastrilló más profundamente sus entrañas, arañando y mordiendo con implacable demanda. Había vivido sin colores durante centenares de años, un largo tiempo sin emociones que se había estirado sin fin, hasta que el demonio se había alzado y ya no había tenido suficiente fuerza o deseo de luchar contra el. Había estado tan cerca. La muerte había corrido a su lado, y el alimentarse se había vuelto difícil. Cada vez que hundía sus dientes en carne viva, y sentía y oía el flujo y reflujo de vida en las venas, se había preguntado si sería ése el momento en que su alma se perdería.
Manolito se estremeció cuando las voces de su cabeza subieron una vez más de volumen, ahogando los sonidos de la jungla. Pequeños destellos de dolor crecieron tras sus ojos, quemando y quemando hasta que sintió que sus ojos hervían. ¿Era eso el color? Ella, su compañera, había restaurado los colores para él. ¿Dónde estaba? ¿Le había abandonado? Las preguntas entraron en tropel, rápidas y con fuerza, mezclándose con las voces hasta que deseó golpearse la cabeza contra el tronco de árbol más cercano. El interior de su mente parecía arder, al igual que cada órgano de su cuerpo.
¿Sangre de vampiro? Quemaba como ácido. Lo sabía porque había cazado y había matado a centenares de ellos. Algunos habían sido amigos en sus años de juventud, y los podía oír ahora, chillando en su cabeza. Encadenados. Quemados. Comidos por la interminable desesperación. El corazón casi reventaba en su pecho y se dejó caer en la fértil tierra donde había yacido, intentando distinguir qué era real y qué alucinación. Cuando cerraba los ojos se encontró en un agujero, las sombras le rodeaban y unos ojos rojos le miraban con avidez.
Quizás toda era una ilusión. Todo. Donde estaba. Los colores vívidos. Las sombras. Quizás su deseo de una compañera era tan fuerte que había creado una en su mente. O peor, un vampiro había creado una para él.
Manolito. Te has alzado pronto. Debías haber permanecido en la tierra unas pocas semanas más. Gregori dijo que nos aseguráramos que no te alzabas demasiado pronto.
Los ojos de Manolito se abrieron de repente y miró cautelosamente a su alrededor. La voz tenía el mismo timbre que la de su hermano más joven, Riordan, pero estaba distorsionada y lenta, cada palabra se alargaba de modo que la voz, en vez de resonar con familiaridad, parecía demoníaca. Manolito sacudió la cabeza y trató de levantarse. Su cuerpo, normalmente elegante y poderoso, se sentía torpe y extraño mientras caía otra vez sobre sus rodillas, demasiado débil para levantarse. Su estómago se anudó y se revolvió. El ardor se extendió por su sistema.
Riordan. No sé qué me está pasando. Utilizó el sendero mental que sólo usaban su hermano más joven y él. Tuvo cuidado de evitar que su energía se derramara por ese sendero. Si esto era una elaborada trampa, no atraería a Riordan a ella. Quería a su hermano demasiado para eso.
La idea hizo que su corazón se detuviera.
Amor.
Sentía amor por sus hermanos. Irrefrenable. Real. Tan intenso que le dejó sin aliento, como si la emoción se hubiera estado acumulando a través de los largos siglos, ganando fuerza tras una sólida barrera donde no podía acceder a ella. Había sólo una persona en el mundo que podría haber restaurado las emociones para él. Aquella a la que había estado esperando durante siglos.
Su compañera.
Se presionó la mano firmemente contra el pecho. No cabía ninguna duda de que era real. La capacidad de ver colores, de sentir emociones: todos los sentidos que había perdido en los primeros doscientos años de su vida habían sido restaurados. A causa de ella.
¿Entonces por qué no podía recordar a la mujer más importante de su vida? ¿Por qué no podía visualizarla? ¿Y por qué estaban separados? ¿Dónde estaba ella?
Debes volver a la tierra, Manolito. No puedes alzarte. Has viajado muy lejos desde el árbol de las almas. Tu viaje no se ha completado. Debes darte más tiempo.
Manolito se retiró inmediatamente ante el tacto de su hermano. Era el sendero correcto. La voz sería la misma si no se oyera en cámara lenta. Pero las palabras... la explicación estaba del todo mal. Tenía que estarlo. No podías ir hasta el árbol de las almas a menos que estuvieras muerto. Él no estaba muerto. Su corazón martilleaba ruidosamente... demasiado ruidosamente. El dolor de su cuerpo era real. Había sido envenenado. Sabía que el veneno ardía todavía a través de su sistema. ¿Y cómo podía ser si había sido sanado apropiadamente? Gregori era el sanador más grande que los Cárpatos habían tenido nunca. No habría permitido que el veneno permaneciera en el cuerpo de Manolito, sin importar el riesgo para sí mismo.
Manolito se arrancó la camisa del cuerpo y bajó la mirada hacia las cicatrices de su pecho. Los Cárpatos raramente lucían cicatrices. La herida estaba sobre su corazón, una cicatriz mellada y fea que lo decía todo. Un golpe mortal.
¿Podría ser verdad? ¿Había muerto y le habían traído de vuelta al mundo de los vivos? Nunca había oído hablar de una proeza semejante. Corrían rumores por supuesto, pero no sabía que fuera posible. ¿Y su compañera? Debería haber viajado con él. El pánico afiló su confusión. La pena le presionó con fuerza.
Manolito.
La voz de Riordan era exigente en su cabeza, pero estaba todavía distorsionada y lenta. Manolito levantó la cabeza de un tirón, su cuerpo temblaba. Las sombras se movieron otra vez, deslizándose a través de árboles y arbustos. Cada músculo de su cuerpo se tensó y anudó. ¿Y ahora qué? Ésta vez sintió el peligro cuando las formas comenzaron a perfilarse en un anillo a su alrededor. Docenas de ellos, cientos, miles incluso, no había ninguna posibilidad escapar. Ojos rojos ardiendo con odio y maliciosa intención. Oscilaban como si sus cuerpos fueran demasiado transparentes y finos para resistir la leve brisa que azotaba las hojas de la canopia sobre de ellos. Vampiros cada uno de ellos.
Los reconoció. Algunos eran relativamente jóvenes para los estándares Cárpatos, y algunos muy viejos. Algunos eran amigos de la niñez y otros maestros o mentores. Había matado a cada uno de ellos sin compasión o remordimiento. Lo había hecho rápida y brutalmente y de cualquier manera que pudo.
Uno le señaló con un dedo acusador. Otro siseó y escupió con rabia. Sus ojos, hundidos profundamente en las cuencas, no eran ojos en absoluto, sino más bien charcas resplandecientes de odio envueltas en sangre roja.
―Eres como nosotros. Nos perteneces. Únete a nuestras filas ―gritó uno.
―Te crees mejor que nosotros. Míranos. Mataste una y otra vez. Como una máquina, sin ningún pensamiento para lo que dejabas atrás.
―Tan seguro de ti mismo. Todo mientras matabas a tus propios hermanos.
Por un momento el corazón de Manolito palpitó tan fuerte en su pecho que temió que pudiera explotarle a través de la piel. La pena le abrumaba. La culpa le carcomía. Había matado. No había sentido nada mientras lo hacía, cazando a cada vampiro de uno en uno y luchando con su intelecto y habilidad superior. Cazar y matar era necesario. Lo que él pensaba sobre el tema no importaban lo más mínimo. Tenía que hacerse.
Se puso de pie en toda su estatura, forzando a su cuerpo a permanecer recto mientras sus entrañas se tensaban y anudaban. Sentía el cuerpo diferente, más pesado, torpe incluso. Mientras se apoyaba sobre las puntas de los pies, sintió que los temblores comenzaban.
―Tu elegiste tu destino, muerto. Yo solo fui el instrumento de justicia.
Las cabezas se inclinaron hacia atrás sobre los largos y finos cuellos, y los aullidos desgarraron el aire. Sobre ellos, los pájaros se elevaron desde la canopia, alzando el vuelo ante la horrible cacofonía de chillidos que subían de volumen. El sonido sacudió su cuerpo, haciendo que su interior se volviera de gelatina. Una artimaña de vampiro, estaba seguro. Sabía en su corazón que estaba acabado... había demasiados para matar... pero se llevaría con él a tantos como fuera posible, librando al mundo de criaturas tan peligrosas e inmorales.
El mago debe haber encontrado un modo de resucitar a los muertos. Susurró la información en su cabeza, necesitaba que Riordan se lo contara a sus hermanos mayores. Zacharias enviaría una advertencia al príncipe anunciando que ejércitos de muertos estaban alzándose una vez más contra ellos.
¿Estás seguro de eso?
He matado a éstos en los siglos pasados, pero me rodean con sus ojos acusadores, atrayéndome como si yo fuera uno de ellos.
Desde una gran distancia, Riordan jadeó, y por primera vez, sonó como el amado hermano de Manolito.
No puedes elegir entregarles tu alma. Estamos muy cerca, Manolito, tan cerca. He encontrado a mi compañera y Rafael ha encontrado a la suya. Es sólo cuestión de tiempo para ti. Debes aguantar. Estoy llegando.
Manolito gruñó, echando la cabeza hacia atrás con un rugido de rabia.
Impostor. No eres mi hermano.
¡Manolito! ¿Qué dices? Por supuesto que soy tu hermano. Estás enfermo. Estoy yendo hacia ti a toda prisa. Si los vampiros están jugando contigo...
¿Cómo haces tú? Has cometido un terrible error, maligno. Tengo compañera. Veo a tus mugrientas abominaciones en color. Me rodean con sus dientes viles manchados de sangre y sus corazones ennegrecidos, resecos y arrugados.
No tienes compañera, negó Riordan. Sólo tienes un sueño sobre ella.
No puedes confundirme con tal engaño. Ve con tu maestro de marionetas y dile que no soy tan fácil de atrapar. Rompió la conexión mental inmediatamente y cerró todos los caminos, privados y comunes, a su mente.
Girando, se concentró en su enemigo, que había tomado la forma de tantas caras de su pasado que supo que se estaba enfrentando la muerte.
―Vamos allá entonces, baila conmigo como has hecho tantas veces antes―ordenó y les hizo señas con los dedos.
La primera línea de vampiros más cercana a él rió, la saliva corría por sus caras y los agujeros que eran sus ojos resplandecían con odio.
―Únete a nosotros, hermano. Eres uno de los nuestros.
Se tambalearon, sus pies llevaron a cabo el extraño e hipnótico patrón del no muerto. Les oyó llamándole, pero el sonido estaba más en su cabeza que fuera de ella. Susurros. Zumbidos. Tejiendo un velo sobre su mente. Sacudió la cabeza para aclararla, pero los sonidos persistían.
Los vampiros se acercaron más y ahora podía sentir la ondulación de las andrajosas ropas, desgarradas y grises por la edad, rozando contra su piel. Una vez, más la sensación de bichos arrastrándose sobre la piel le alarmó. Se giró, intentando mantener al enemigo a la vista, y todo mientras las voces crecían en intensidad, más claras.
―Únete a nosotros. Siente. Tienes tanta hambre. Te mueres de hambre. Podemos sentir como tartamudea tu corazón. Necesitas sangre fresca. La adrenalina en la sangre es lo mejor. Puedes sentirla.
―¡Únete a nosotros! ―clamaron, la súplica ganó volumen hasta convertirse en una ola que se estrelló contra él.
―Sangre fresca. Tienes que sobrevivir. Sólo una prueba. Una única prueba. Y el miedo. Deja que te vean. Permíteles sentir miedo y el subidón no se parecerá a nada que hayas sentido con anterioridad.
La tentación hizo que su hambre creciera hasta que no pudo pensar más allá de la roja neblina de su mente.
―Mírate, hermano, observa tu cara.
Se encontró sobre el suelo, sobre las manos y rodillas como si le hubieran empujado, pero no había sentido el empujón. Se quedó mirando fijamente al enorme charco de agua que se extendía ante él. La piel de su cara estaba tirante sobre sus huesos. Su boca se abrió de par en par en protesta y no sólo sus incisivos sino también sus caninos se alargaron y afilaron con expectación.
Oyó el latido de un corazón. Fuerte. Firme. Atrayéndole. Llamándole. Se le hizo la boca agua. Estaba desesperado... tan hambriento que no había nada que hacer excepto cazar. Tenía que encontrar una presa. Tenía que morder un suave y cálido cuello de modo que la sangre caliente entrara en su boca, llenara cada célula, se derramara a través de sus órganos y tejidos y alimentara la tremenda fuerza y poder de los de su raza. No podía pensar en nada que no fuese la terrible hambre inflamándose, elevándose igual que la marea para consumirle.
El latido creció en intensidad y lentamente giró la cabeza mientras una mujer era empujada hacia él. Parecía asustada... e inocente. Sus ojos de oscuro chocolate eran pozos de terror. Podía sentir la adrenalina corriendo a través de su torrente sanguíneo.
―Únete a nosotros. Únete a nosotros ―susurraban ellos, el sonido se elevaba en un hipnótico canto.
Necesitaba la oscura y rica sangre para vivir. Merecía vivir. ¿Qué era ella a fin de cuentas? Débil. Asustada. ¿Podía ella salvar a la raza humana de los monstruos? Los humanos no creían en su existencia. Y si hubieran conocido a Manolito, habrían…
―Mátala ―siseó uno.
―Tortúrala ―siseó otro―. Mira lo que te han hecho. Estás muerto de hambre. ¿Quién te ha ayudado? ¿Tus hermanos? ¿Los humanos? Nosotros te hemos traído sangre caliente para alimentarte... para mantenerte con vida.
―Tómala, hermano, únete a nosotros.
Empujaron a la mujer hacia delante. Ella gritó, tropezó y cayó contra Manolito. La sintió cálida y viva contra su frío cuerpo. Su corazón latía frenéticamente, llamándole como nada hubiese podido hacerlo. El pulso en su cuello saltó rápidamente y olió su miedo. Podía oír la sangre correr por sus venas, caliente, dulce y viva, dándole a él la vida.
No podía hablar para tranquilizarla, su boca estaba demasiado llena con sus alargados dientes y la necesidad de arrastrar los labios contra la calidez del cuello femenino. Aún la acercó mas, hasta que su pequeño cuerpo fue casi tragado por el suyo. Su corazón latió al ritmo del suyo. El aire se escapaba de sus pulmones en aterrorizados jadeos.
A su alrededor, Manolito era consciente de que los vampiros que se iban acercando, del arrastrar de sus pies, de sus bocas cavernosas ampliamente abiertas con expectación, regueros de saliva goteaban de sus bocas mientras sus despiadados ojos brillaban con salvaje regocijo. La noche se volvió silenciosa, sólo el sonido de la chica luchando por tomar aire, y el tronar de su corazón inundaban el aire. Bajó la cabeza, atraído por el olor de la sangre.
Estaba muerto de hambre. Sin sangre sería incapaz de defenderse. Necesitaba esto. Se lo merecía. Había pasado siglos defendiendo a los humanos... humanos que despreciaban lo que él era, humanos que temían a los de su clase…
Manolito cerró sus ojos y bloqueó el sonido de ese dulce y tentador latido. Los susurros en su cabeza. En su cabeza. Se dio la vuelta, empujando a la chica detrás de él.
―¡No lo haré! Es una inocente y no será utilizada de esta manera. ―Porque había llegado demasiado lejos y quizás no pudiera detenerse. Tendría que luchar con todos ellos, pero quizás todavía podría salvarla.
Detrás de él, la mujer envolvió los brazos alrededor de su cuello, presionando su lujurioso y femenino cuerpo firmemente contra el suyo, las manos se deslizaron por su pecho, su estómago, bajando más aún, hasta acariciarle, añadiendo lujuria a su hambre.
―No soy tan inocente, Manolito. Soy tuya, en cuerpo y alma. Soy tuya. Sólo tienes que saborearme. Puedo hacer que todo eso se acabe.
Manolito gruñó, girándose, apartando la mujer de su cuerpo.
―¡Lárgate! Ve con tus amigos y quédate lejos de mí.
Ella rió y se retorció, tocándose a sí misma.
―Me necesitas.
―Necesito a mi compañera. Ella vendrá a mí y se ocupará de mis necesidades.
La cara cambió, la risa se desvaneció y la mujer se tiró del cabello con frustración.
―No puedes escapar de este lugar. Eres uno de nosotros. La traicionaste y mereces quedarte aquí.
No lo sabía... no lo recordaba. Pero todas las tentaciones del mundo no podrían hacerle cambiar de opinión. Si tenía que permanecer con vida sin alimentarse durante siglos, soportando el tormento, que así fuera, pero no traicionaría a su compañera.
―Tendrías que haber intentando algo mejor que tentarme a traicionarla ―dijo―. Sólo ella puede juzgarme indigno. Así está escrito en nuestras leyes. Sólo mi compañera puede condenarme.
Debía haber hecho algo terrible. Era la segunda acusación de este tipo y el hecho de que ella no estuviese luchando a su lado hablaba por sí sólo. No podía llamarla, porque recordaba muy poco... ciertamente ningún pecado que hubiese cometido contra ella. Recordaba su voz, suave y melodiosa, como la de un ángel cantando a los cielos,... sólo que ella decía que no quería tener nada que ver con un hombre Cárpato.
Su corazón dio un salto. ¿Había ella negado su reclamo? ¿La había unido a él sin su consentimiento? Esto era aceptable en su sociedad, una protección para el macho cuando la hembra era reacia. Eso no era una traición. ¿Qué podía haber hecho? Nunca había tocado a otra mujer. La habría protegido como habría hecho con la compañera de Jacques, con su vida y más allá si fuera posible.
Se le estaba juzgando y hasta ahora no parecía estar yéndole muy bien y quizás era por eso que no recordaba. Levantó la cabeza y mostró los dientes a centenares, quizá millares de hombres de los Cárpatos que habían escogido renunciar a sus almas, diezmando a su propia especie, arruinando una sociedad y un estilo de vida, por el ramalazo de sentimientos, en vez que aguantar con honor... en vez de aguantar con el recuerdo de la esperanza de una compañera.
―Reniego de vuestro juicio. Nunca permaneceré con vosotros. Puedo haber manchado mi alma, quizás más allá de toda redención, pero nunca la entregaría gustosamente o renunciaría a mi honor como lo hicieron ustedes. Puede que sea todo lo que han dicho, pero daré la cara ante mi compañera, no ante ustedes, y dejaré que ella decida si mis pecados pueden ser perdonados.
Los vampiros sisearon, dedos huesudos le señalaron en tono acusador, pero no atacaron. No tenía sentido... con su superioridad numérica habrían podido destruirle fácilmente... sin embargo, sus formas se hicieron menos sólidas y parecieron titubear, haciendo que fuera difícil distinguir entre los no muertos y las sombras en la oscuridad de la selva tropical.
Sintió un hormigueo en la nuca y se giró. Los vampiros retrocedían más profundamente entre los arbustos, las enormes y frondosas plantas parecían tragárselos. Su estómago ardía y su cuerpo gritaba pidiendo alimento, pero estaba más confundido que nunca. Los vampiros le habían atrapado. El peligro le rodeaba. Podía sentirlo en la calma total. Todo susurro de vida cesó a su alrededor. No había revoloteo de alas, ni roces.
El instinto, más que el auténtico sonido le alertó y Manolito se giró, todavía de rodillas, alzando las manos justo cuando el enorme jaguar saltaba hacia él.



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Aclaracion-Disclaimer

La Saga Serie Oscura, es propiedad de la talentosa Christine Feehan.
Este espacio esta creado con el único fin de hacer llegar los primeros capítulos de estas magnificas obras a todos ustedes que visitan el blog. Lamentablemente, en latinoamericano muchos de estos maravillosos ejemplares, no estan al alcance de todos.
Si tienes la posibilidad de conseguir estas historias en tu pais, apoya el trabajo de Christine y compra sus libros. Es la unica manera de que se continue con la publicacion de los mismos.
Gracias por su visita
Mary