Un Ritual lleno de Pasion y Amor

"Te reclamo como mi compañera. Te pertenezco. Te ofrezco mi vida. Te doy mi protección, mi fidelidad, mi corazón, mi alma y mi cuerpo. Tu vida, tu felicidad y tu bienestar serán lo más preciado y estarán por encima de todo siempre. Eres mi compañera, unida a mí para toda la eternidad y siempre bajo mi cuidado”



martes, 29 de marzo de 2011

DESEO OSCURO/CAPITULO 1



Capítulo Uno


Había sangre, un río de sangre que manaba de su interior. Había dolor, un mar de dolor en el que se hallaba inmerso. ¿No terminaría nunca? Miles de cortes, quemaduras, el constante sonido de una risa mofándose de él, diciéndole que aquello continuaría por toda la eternidad. No podía creer que estuviese tan indefenso, no podía creer que su increíble fuerza y su magnífico poder se hubieran agotado, dejándole reducido a ese miserable estado. Envió una llamada mental tras otra a la noche, pero ninguno de los de su especie vino a ayudarle. La agonía continuaba, implacable. ¿Dónde estaban? ¿Su familia? ¿Sus amigos? ¿Por que no venían y acababan con esto? ¿Había sido una conspiración? ¿Lo habían dejado deliberadamente en manos de estos carniceros que usaban sus cuchillos y antorchas con tal deleite? Había sido alguien conocido quien le había traicionado, pero su memoria estaba curiosamente debilitada, apagándose debido al interminable dolor.
Sus torturadores habían conseguido atraparle de alguna manera, inmovilizándole de tal modo que podía sentir pero no moverse, ni si quiera las cuerdas vocales. Estaba totalmente indefenso, vulnerable ante esos despreciables humanos que estaban destrozando su cuerpo. Oía sus burlas, sus interminables preguntas, percibía la rabia en su interior cuando se negaba a reconocer su presencia o el daño que le inflingían. Quería morir, dar la bienvenida a la oscuridad, pero sus ojos, fríos como el hielo, nunca se apartaban de sus rostros, nunca parpadeaban, eran los ojos de un depredador... esperando, vigilando, prometiendo venganza. Eso les enfurecía, pero se negaban a administrarle el golpe final. 
El tiempo ya no significaba nada para él, su mundo se había reducido a la nada, pero en cierto momento percibió otra presencia en su mente. El contacto era lejano, una mujer, joven. No sabía cómo, inadvertidamente, su mente había conectado con la suya, de manera que ahora ella compartía su tormento, cada abrasadora quemadura, cada corte del cuchillo que dejaba correr su sangre, su fuerza vital.
Trató de recordar quién podía ser ella. Debía estar cerca si compartía su mente. Estaba tan indefensa como él, soportando su mismo dolor, compartiendo su agonía. Trató de evitar que conectara con él, la necesidad de protegerla era muy fuerte, pero estaba demasiado débil para bloquear sus pensamientos. El dolor emanaba de su cuerpo, como un torrente, navegando directamente hasta la mujer que compartía su mente.
Su angustia le golpeó con una fuerza increíble. Él era, después de todo, un hombre de los Cárpatos. Su primera obligación era siempre proteger a una mujer, aún a riesgo de su propia vida. Fallar en eso también se añadía a su desesperación y a la sensación de fracaso. Captó breves imágenes suyas en la mente, una figura pequeña y frágil, acurrucada en una esfera de dolor, tratando desesperadamente de aferrarse a la cordura.
No creía conocerla, aunque la veía en color, algo que no le había ocurrido en siglos. No tenía fuerzas suficientes para obligarla a dormir, ni así mismo, no había nada que les librase de aquella agonía. Apenas podía captar los pequeños fragmentos de pensamientos en los que ella pedía ayuda desesperadamente, tratando de descifrar lo que le estaba ocurriendo. Las gotas de sangre empezaron a filtrarse por sus poros. Sangre roja. Veía claramente que su sangre era roja. Sabía que eso tenía un significado muy importante para él, pero se sentía aturdido, incapaz de discernir por qué era importante y qué significaba.
Su mente se estaba volviendo borrosa, como si un gran velo empezara a extenderse sobre su cerebro. No podía recordar cómo habían conseguido capturarle. Se esforzaba por ver la imagen del miembro de su propia especie que le había traicionado, pero no lograba nada en absoluto. Sólo había dolor. Terrible, interminable dolor. No podía emitir ningún sonido, ni siquiera cuando su mente estallaba en un millar de fragmentos y ya no podía recordar a qué o a quién estaba intentando proteger.
Shea O'Halloran estaba acurrucada en su cama, la lámpara le proporcionaba apenas la luz suficiente para poder leer la revista médica. Recorría las páginas en pocos segundos, trasladando la información a su memoria, como venía haciendo desde que era una niña. En esos momentos estaba terminando la Residencia, la interina más joven, según las estadísticas, y era una tarea agotadora. Se apresuró a terminar de leer el texto, esperando poder tomarse un respiro.
El dolor la atravesó inesperadamente, golpeándola con tal violencia que la arrojó de la cama, con el cuerpo contorsionándose por la agonía. Trató de gritar, de arrastrarse a tientas hasta el teléfono, pero sólo podía retorcerse indefensa sobre el suelo.
Tenía la piel bañada en sudor, de sus poros salían gotas de sangre. Nunca había experimentado un dolor igual... era como si alguien le estuviera cortando la piel con un cuchillo, quemándola, torturándola sin descanso. Seguía y seguía... horas, días, no lo sabía... Nadie venía a ayudarla y no podrían hacerlo... Estaba sola, en realidad ni siquiera tenía verdaderos amigos. Al final, sintió un dolor desgarrador en el pecho y perdió la conciencia.
Cuando creyó que sus torturadores habían acabado con él, que habían terminado con su sufrimiento, dándole muerte, descubrió lo que era realmente el infierno. Pura agonía. Malignos rostros que le miraban fijamente. Una estaca afilada cerniéndose sobre su pecho. Un latido, un segundo. Podría terminar ahora. Tenía que terminar. Sintió la gruesa estaca de madera sobre su carne, internándose a través de músculos y tendones. El martillo cayó con fuerza sobre la estaca, introduciéndola aún más profundamente. El dolor iba más allá de todo lo que había conocido. La mujer que compartía su mente perdió la conciencia, una bendición para ambos. Él continuaba sintiendo cada golpe, la enorme estaca penetrando en su carne, introduciéndose en su cuerpo mientras la sangre manaba a chorros, debilitándole aún más. Sentía que la vida le abandonaba, no le quedaban fuerzas para resistir, le había llegado la hora. La muerte... casi podía tocarla, abrazarse a ella. Pero no podía ser. Era un hombre de los Cárpatos, un inmortal, no era tan fácil deshacerse de él.  Su voluntad era poderosa, decidida. Una voluntad que luchaba contra la muerte incluso cuando su cuerpo suplicaba un final para aquel terrible sufrimiento.
Sus ojos se clavaron en ellos, en los dos humanos. Estaban cubiertos de sangre, su sangre, líneas rojas trazadas sobre sus ropas. Reunió las fuerzas que le quedaban, las últimas, y logró que fijaran su mirada en él, atrapándoles en la profundidad de sus ojos. Inmediatamente, cubrieron sus ojos con un paño, no podían afrontar la oscura promesa que escondían, su poder les asustaba, a pesar de que se hallaba completamente indefenso ante ellos. Reían mientras le encadenaban dentro del ataúd y lo colocaban boca abajo. Escuchó su propio grito de dolor, pero el sonido estaba sólo en su mente, repitiéndose una y otra vez, burlándose de él.
Se obligó a detenerse. Ellos no podían oírle, pero eso no le importaba. Todavía le quedaba algo de dignidad. De amor propio. No le derrotarían. Era un hombre de los Cárpatos.
Podía escuchar cómo la tierra golpeaba la madera del ataúd a medida que le enterraban en la pared del sótano. Cada palada. Estaba completamente a oscuras. Envuelto en el silencio.
Era una criatura de la noche, la oscuridad era su hogar. Pero ahora, en su agonía, se había convertido en su enemigo. Sólo había dolor y silencio. Antes, siempre era él quien decidía cuándo permanecer en la oscuridad, en la tierra sanadora. Ahora estaba prisionero, encerrado, con la tierra fuera de alcance. Podría aliviarle, estaba muy cerca, pero la madera del ataúd le impedía alcanzar aquello que, con el tiempo, hubiese curado sus heridas.
La sensación de hambre comenzó a infiltrarse en su terrible agonía. El tiempo pasaba, y ya nada tenía importancia salvo el hambre insaciable que creía y crecía... hasta convertirse en lo único que sentía. Agonía. Hambre. No existía nada más.
Descubrió, algún tiempo más tarde, que podía inducir el sueño en su cuerpo. Pero haber recuperado su don ya no significaba nada. No recordaba nada. Esta era su vida. Dormir. Despertar tan sólo cuando alguna curiosa criatura extraviada pasaba demasiado cerca. La insoportable agonía consumiéndole con cada latido de su corazón. Intentaba conservar la mayor cantidad de energía posible para lograr atraer comida hacia él. Había pocas fuentes de alimento... y estaban lejos. Incluso los insectos aprendieron a evitar aquel oscuro lugar y a la malvada criatura que habitaba en él.
Durante algunos momentos de aquel interminable sufrimiento, pudo susurrar su nombre. Jacques. Tenía un nombre. Era real. Existía. Vivía en el infierno. Vivía en la oscuridad. Las horas se convirtieron en meses, y más tarde en años. No podía recordar ninguna otra forma de vida, de existencia. No había esperanza, ni paz, ni escapatoria, no había final. Sólo oscuridad, dolor, hambre eterna. El tiempo pasaba, no tenía ninguna importancia en su limitado mundo.
Tenía las muñecas esposadas, de modo que tenía pocas posibilidades de maniobra, pero cada vez que una criatura se acercaba lo suficiente para despertarle, arañaba las paredes del ataúd, en un vano intento de escapar. Estaba recuperando su poder mental, así que eventualmente podía obligar a su presa a dirigirse hacia él, sólo lo suficiente para sobrevivir. No había ningún modo de recuperar su poder y su fuerza sin remplazar el inmenso volumen de sangre que había perdido. No había ninguna criatura subterránea lo bastante grande como para que eso fuese posible. Cada vez que se despertaba o realizaba algún movimiento, volvía a brotar sangre de las heridas. Sin la cantidad necesaria de sangre para remplazar su pérdida, su cuerpo no podría curarse a sí mismo. Era un círculo vicioso, aterrador, un horrible círculo que duraría toda la eternidad.
Entonces comenzaron los sueños, despertándole cuando estaba hambriento y sin manera de aliviar el vacío de su estómago. Una mujer. Pudo reconocerla, sabía que estaba ahí fuera, viva, sin esposas. No estaba bajo tierra, como él, sino sobre la superficie, con total libertad de movimiento. Estaba casi fuera del alcance de su mente, pero aun así podía casi tocarla. ¿Por qué no venía a buscarle? No podía ver su rostro, ni su pasado, únicamente sabía que estaba ahí fuera. Intentó llamarla. Rogó. Suplicó. Hervía de cólera. ¿Dónde estaba ella? ¿Por qué no se acercaba a él? ¿Por qué permitía que continuase su agonía cuando incluso su mera presencia en su mente podía acabar con aquel terrible sentimiento de desolación? ¿Qué había hecho él tan horrible como para merecer esto?
La furia inundó su mundo. Odio, incluso. Un monstruo comenzó a formarse en su interior. Crecía más y más. Mortal. Peligroso. Crecía y se alimentaba del dolor, con una fuerza imparable. Cincuenta años, un centenar... ¿Qué importaba? Viajaría hasta las mismísimas puertas del infierno para vengarse. Ahora vivía allí, estaba atrapado en él cada momento que pasaba despierto.
Ella vendría a él, se juró a sí mismo. Se obligaría a encontrarla. Y una vez que lo lograra, se transformaría en una sombra en su mente hasta que se acostumbrara a su presencia, y en ese momento se doblegaría ante él. Ella vendría a él. Podría consumar su venganza.
El hambre le corroía las entrañas cada vez que despertaba, de manera que hambre y dolor se fundían en una única entidad. Concentrarse en la manera de llegar hasta la mujer, sin embargo, disminuía en parte su agonía. Su concentración era tan absoluta que bloqueaba el dolor por un tiempo. Al principio sólo durante algunos segundos. Luego unos minutos. Con cada despertar, volvía el deseo de encontrarla. No tenía otra cosa que hacer. Meses. Años. No importaba. No podría huir de él eternamente.
La primera vez que rozó su mente, después de un millar de desafortunados intentos, la sensación le pilló completamente desprevenido, e inmediatamente perdió el contacto.  La euforia provocó que su sangre manara alrededor de la estaca, profundamente enterrada en su cuerpo, agotando las pocas fuerzas que le quedaban. Durmió durante mucho tiempo, intentando recuperarse. Una semana quizá. Un mes. No había necesidad de medir el tiempo. Ahora sabría cómo llegar hasta ella, a pesar de que se encontraba muy lejos. La distancia era tan grande, que requeriría toda su concentración alcanzarla a través del tiempo y el espacio.
Jacques hizo un nuevo intento cuando se despertó. Esta vez, no estaba preparado para las imágenes que encontró en la mente de ella. Sangre. Un pequeño tórax humano desgarrado y abierto. Un corazón latiendo. Tenía las manos inmersas dentro de la cavidad del pecho, cubiertas de sangre. Había más gente en la habitación, y ella controlaba los movimientos de los demás con su mente. No parecía darse cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba completamente concentrada en aquella horrible tarea. La facilidad con la que dirigía al resto del personal sugería que lo hacía a menudo. Las nítidas imágenes que aparecían en su mente eran espantosas, y supo que ella era una de las que le habían traicionado, uno de sus torturadores. Estuvo a punto de perder el contacto, pero logró imponer su voluntad. Ella sufriría por esto. Sufriría mucho. El cuerpo que estaba manipulando era tan pequeño... debía ser un niño.
Había poca luz en el quirófano, como le gustaba a la doctora O`Halloran; tan sólo el cuerpo que yacía sobre la mesa estaba fuertemente iluminado. Su excepcional sentido del oído le permitía escuchar las voces de fuera: una enfermera consolando a los padres del paciente
—Han tenido la gran suerte de que la doctora O'Halloran esté de guardia esta noche. Tiene un don, de verdad. Cuando parece que ya no hay nada que hacer, ella consigue salvarlos. Su pequeño no podría estar en mejores manos.
—Pero parecía encontrarse tan mal... —esa era la voz de la madre, parecía aterrorizada.
—La doctora O'Halloran hace milagros. En serio. Tengan fe. Nunca se rinde hasta que les salva. Parece como si les obligara a vivir...
Shea O'Halloran no podía distraerse en esos momentos, y menos con una enfermera que les estaba prometiendo a unos padres que ella podría salvar a su hijo, que tenía el tórax aplastado y los órganos internos como un rompecabezas. No cuando ella se había pasado las últimas cuarenta y ocho horas investigando y su cuerpo pedía a gritos descanso y alimento. Bloqueó todos los sonidos, todas las voces y se concentró por completo en la tarea que estaba llevando a cabo. No podía perder a este niño. No podía. Así de simple. Nunca se permitía dudarlo. Alejaba cualquier otro pensamiento de su mente. Formaban un buen equipo, sabía que sus compañeros trabajaban a gusto a su lado, cada uno realizando su tarea en perfecta armonía con el resto. No hacía falta que mirara para ver si hacían lo que ella quería o necesitaba, siempre estaban preparados cuando requería su ayuda. Si era capaz de salvar a sus pacientes cuando otros no podían, no era únicamente por su esfuerzo.
Se acercó más al niño, olvidando todo salvo el deseo de que consiguiera salir adelante. Mientras cogía el instrumental que la enfermera extendía hacia ella, tuvo la impresión de que algo la golpeaba. El dolor la atravesó al instante, consumiéndola, incendiando su cuerpo. Sólo una vez había experimentado semejante sufrimiento, un par de años antes. Jamás había descubierto la causa. El dolor había desaparecido sin más al cabo de veinticuatro horas. Ahora, con la vida del pequeño pendiente de un hilo, totalmente en sus manos, no podía permitirse el lujo de desmayarse. Sentía un dolor inmenso retorciéndole las entrañas, apenas podía respirar. Shea se esforzó por mantener el control, por bloquear el dolor con su mente, como tantas otras veces, y lo consiguió.
Como con el resto de las distracciones, se obligó a expulsar el dolor de su mente, respiró profundamente y se concentró en el niño.
La enfermera que estaba a su lado miró a la doctora completamente asombrada. En todos los años que llevaba trabajando con ella, admirándola, casi idealizándola, jamás había visto a la cirujana perder la concentración, ni por un segundo. Esta vez, Shea había permanecido completamente inmóvil durante unos instantes, nada más, pero la enfermera no pudo evitar darse cuenta. Era algo completamente inusual.
Le habían temblado las manos y sudaba profusamente. Inmediatamente, la enfermera estiró un brazo para limpiar el sudor de la frente de la doctora. Horrorizada, comprobó que la gasa estaba llena de sangre. De sus poros brotaban gotas de sangre. La enfermera secó la frente de la doctora una vez más, intentado ocultar la gasa a los demás. Nunca había visto nada igual.
Al momento, Shea volvió a ser de la de siempre, recuperando automáticamente su concentración. La enfermera se tragó todas las preguntas y volvió al trabajo. Las imágenes de lo que la doctora O'Halloran necesitaba llegaban tan deprisa a su mente que no tenía tiempo de pensar en aquel extraño fenómeno. Hacía mucho que se había acostumbrado a percibir lo que quería la doctora antes incluso de que lo pidiera.
Shea sintió una presencia desconocida en su mente, una oscura malevolencia que latía en su interior, justo antes de bloquear la conexión para concentrarse totalmente en el niño y en su tórax destrozado. No podía morir. No lo permitiría.
— ¿Me oyes, pequeño? Estoy a tu lado, y no dejaré que te ocurra nada. –prometió en silencio. Tenía que decírselo. A todos. Era como si una parte de ella se fusionara con sus pacientes y, de algún modo, consiguiera mantenerles vivos hasta que la medicina moderna pudiera hacer algo por ellos.
Jacques durmió durante algún tiempo. No importaba cuánto. El hambre le estaba esperando. Y el dolor. Le esperaban el corazón y el alma de una mujer. Disponía de toda una eternidad para recuperar sus fuerzas y ella nunca escaparía, ahora que conocía el camino hasta su mente. Durmió el sueño de los inmortales. Los pulmones y el corazón se detuvieron mientras él yacía en su ataúd, con el cuerpo muy cerca de la tierra que tan desesperadamente necesitaba para curarse... sólo una delgada capa de madera más... Al despertar, continuó arañando pacientemente las paredes de su ataúd. Algún día conseguiría llegar hasta la tierra, y ella le curaría. Había conseguido hacer un pequeño agujero para permitir que sus presas llegaran hasta él. Podía esperar, ella nunca lograría escapar. Aquella mujer era lo único que le mantenía vivo.
La seguiría. De día o de noche. No tenía importancia. Ya no distinguía entre una cosa y otra, algo que antes había sido tan importante para él. Vivía para intentar apaciguar su eterna hambre. Vivía para la venganza. Para asegurarse de que se castigaba a los culpables. Vivía para convertir la vida de ella un infierno durante las horas en que se encontraba despierto. Se hizo un experto en eso. Tomaba posesión de su mente durante unos minutos cada vez. Era imposible entenderla. Era demasiado compleja. Había cosas en su cerebro que no tenían ningún sentido para él, y los escasos momentos durante los que podía permanecer despierto sin perder la escasa sangre que le quedaba, no eran suficiente para comprenderla.
Había momentos en que estaba asustada. Podía saborear su miedo. Sentía su corazón latiendo de tal manera que el suyo propio igualaba aquel terrible ritmo. Aun así, su mente permanecía serena en el ojo del huracán, rápida e inteligente, procesando los datos procedentes de su entorno a tal velocidad que casi no podía seguirla.
Dos extraños la acechaban, burlándose de ella. También vio la imagen de sí mismo. Su abundante melena colgando en mechones sobre su maltrecho rostro, con el cuerpo destrozado por aquellas brutales manos. Distinguió claramente la estaca profundamente insertada en su pecho, atravesando los sus músculos y tejidos. Esa imagen apareció por un momento en la mente de ella, que hizo una mueca de dolor, y entonces perdió el contacto.
Shea nunca podría olvidar sus rostros, sus ojos y el olor de la transpiración... Uno de ellos, el más alto, no le quitaba los ojos de encima.
— ¿Quiénes son ustedes? —Les miró fijamente, sorprendida, inocente, totalmente indefensa. Shea sabía que parecía joven y desvalida, demasiado insignificante para darles problemas.
— Jeff Smith —dijo el alto bruscamente. La devoraba con los ojos—. Éste es mi socio, Don Wallace. Necesitamos que venga con nosotros para responder algunas preguntas.
— ¿Me necesitan para algo? Soy médico, caballeros. No puedo simplemente recoger mis cosas y largarme, tengo que estar en quirófano dentro de una hora. Quizás puedan hacerme sus preguntas cuando mi turno haya terminado.
Wallace le sonrió. Le parecía encantadora. A Shea él le parecía un tiburón.
—No podemos hacer eso, Doc. No se trata sólo de nuestras preguntas, hay todo un comité deseando poder hablar con usted –rió en voz baja, una película de sudor le cubría la frente. Le divertía causar dolor y Shea era demasiado fría, demasiado arrogante.
Shea se aseguró de que el escritorio quedara entre ella y los hombres. Poniendo mucho cuidado en moverse lentamente y en aparentar despreocupación, observó su ordenador, tecleó la orden para destruir los datos y apretó “enter”. Entonces, cogió el diario de su madre y lo metió en el bolso. Consiguió llevarlo todo a cabo con bastante naturalidad.
— ¿Están seguros de que no se equivocan de persona?
—Shea O'Halloran, su madre era Margaret (Maggie) O'Halloran, de Irlanda. —recitó Jeff Smith— Nació en Rumania, de padre desconocido —había una nota de burla en su voz.
Los ojos verde esmeralda se clavaron en el hombre. Parecía tranquila, mientras que él se retorcía de inquietud... y se consumía por el deseo que ella le inspiraba. Smith era mucho más susceptible que su compañero.
— ¿Se supone que eso debería disgustarme, Sr. Smith? Soy quien soy. Mi padre no tiene nada que ver con ello.
— ¿No? —Wallace se acercó más al escritorio—. ¿No necesita sangre? ¿No la ansía? ¿No la bebe? —sus ojos resplandecían con odio.
Shea soltó una carcajada. Su risa era suave, atractiva, una melodía que uno desearía escuchar durante una eternidad.
— ¿Beber sangre? ¿Esto es algún tipo de broma? No tengo tiempo para estas tonterías...
Smith se humedeció los labios.
— ¿No bebe sangre? —Su voz tenía un matiz de esperanza.
Wallace le dirigió una mirada indignada.
—No la mires a los ojos —espetó—. Deberías saber eso ya.
Shea arqueó las cejas. Rió de nuevo, invitando a Smith a unirse a ella.
—A veces me hace falta una transfusión. No es nada raro... ¿No han oído hablar de la hemofilia? Caballeros, están haciéndome perder el tiempo —su voz bajó un tono, una suave seducción de notas musicales—. Realmente deberían marcharse.
Smith se rascó la cabeza.
—Quizá nos equivocamos de mujer. Mírala. Es una doctora. No es como los otros... Ellos son altos, fuertes y tienen el pelo oscuro. Ella es delicada, pequeña, pelirroja... Y sale a la luz del sol.
—Cállate –le espetó Wallace—. Es una de ellos. Debimos haberle tapado la boca, te está confundiendo con su voz —sus ojos se deslizaron sobre ella, logrando que se le pusiese la piel de gallina—. Hablará —sonrió vilmente—. La hemos atrapado. Justo a tiempo. Usted cooperará, O’Halloran, por las buenas o por las malas. Realmente, preferiría que fuese por las malas.
—Apuesto a que sí... Exactamente, ¿qué es lo que quieren de mí?
—Probar que es usted un vampiro —siseó Wallace.
—Me están tomando el pelo. Los vampiros no existen. No existe tal cosa —les aguijoneó ella, necesitaba saber de qué iba todo aquello y pensaba conseguirlo de cualquier manera, incluso si eso significaba provocar a dos hombres tan repulsivos como aquellos dos.
— ¿No? He conocido a varios... –dijo Wallace, con esa sonrisa maligna de nuevo— Quizá a un amigo suyo o dos –soltó varias fotografías sobre el escritorio, desafiándola con la mirada a que les echara un vistazo. Su ansiedad era patente.
Manteniendo su rostro inexpresivo, Shea recogió las fotografías. Se le revolvió el estómago, le subió la bilis a la garganta, pero no perdió la sangre fría. Las fotografías estaban numeradas, ocho en total. Cada una de las víctimas tenía los ojos tapados, estaban amordazados, esposados y en diferentes estados de tortura. Don Wallace era un carnicero. Rozó con la yema de un dedo la señalada con el número dos, experimentando un repentino ramalazo de dolor. El chico no tenía más de dieciocho años.
Rápidamente, antes de que se le saltaran las lágrimas, echó un vistazo al resto de las fotografías. La número siete era un hombre con el pelo negro... ¡El hombre que aparecía en sueños! No podía creerlo. Pero no se equivocaba. Conocía cada ángulo y cada plano de su cara. Su boca perfectamente dibujada, los ojos oscuros y expresivos, el largo cabello... Sintió que la angustia se apoderaba de ella. Por un momento percibió su dolor, la terrible agonía de su mente y su cuerpo, en los que ya no quedaba sitio para otra cosa que no fuese el dolor, el odio o el hambre. Pasó la yema del pulgar por aquel atormentado rostro, lentamente, casi con cariño. Acariciándola. Las sensaciones de dolor y de odio no hicieron más que aumentar. El hambre ocupaba todos sus pensamientos... Las emociones eran increíblemente fuertes, y totalmente desconocidas para ella... tenía la extraña sensación de que algo o alguien estaba compartiendo su mente. Aturdida, Shea dejo las fotos sobre el escritorio. 
—Eran ustedes dos... los cazadores de vampiros, en Europa, hace un par de años, ¿no?... Mataron a toda esa gente inocente. —acusó Shea con calma.
Don Wallace no lo negó.
—Y ahora la tenemos a usted.
—Si los vampiros son criaturas tan poderosas, ¿cómo es que consiguieron matar a tantas? —dejó que el sarcasmo se filtrara en su voz para incitarles a hablar.
—Sus hombres son muy competitivos —rió Wallace sin rastro de humor—. No se llevan bien entre sí. Necesitan mujeres y no les gusta compartirlas. Se traicionan los unos a los otros, dejándolos en nuestras manos. De todas maneras, son fuertes. Sin importar cuánto sufran, jamás hablan. Eso, de algún modo, nos beneficia, ya que son capaces de confundir las mentes con su voz. Pero usted hablará. Le dedicaré todo el tiempo del mundo... ¿Sabía que cuando un vampiro agoniza suda sangre?
—Seguramente lo sabría si fuera un verdadero vampiro. No he sudado sangre en mi vida. Déjenme comprobar si todo esto me ha quedado claro... Los vampiros no sólo son peligrosos para los humanos, sino también para sí mismos. Los hombres de su especie se traicionan entre ellos y les entregan a ustedes, carniceros humanos, a las víctimas de semejante traición porque necesitan mujeres... Sería mucho más cómodo que se limitaran a morder a mujeres humanas y convertirlas en vampiro. —Señalando sarcásticamente cada foto con los dedos prosiguió. –Y quieren que me crea que soy una de esas ficticias criaturas, tan poderosa que sólo con mi voz puedo esclavizar a un hombre tan fuerte como éste. –señaló deliberadamente hacia Jeff Smith, dirigiéndole una amable sonrisa— Caballeros, soy médico. Salvo vidas todos los días. Duermo en una cama, no en un ataúd. No tengo mucha fuerza que digamos y no he bebido la sangre de nadie en la vida —miró a Don Wallace—. Usted, sin embargo, admite haber torturado y mutilado hombres, incluso haberlos asesinado. Y, evidentemente, obtiene un gran placer con ello. No creo que sean policías, ni oficiales de ninguna agencia legal. Creo que son unos monstruos —volvió su mirada esmeralda hacia Jeff Smith, dando a su voz un tono suave y seductor—. ¿De verdad piensa que soy un peligro para usted?
Él pareció perderse en su atrayente mirada. Nunca había deseado tanto a una mujer. Parpadeó, aclaró su garganta y lanzó una breve y calculada mirada a Wallace. Smith no había visto nunca antes una mirada tan fría y ávida en el rostro de su compañero.
—No, no, por supuesto. Usted no es un peligro para mí ni para nadie más.
— ¡Maldita sea, Jeff! Agárrala y vámonos de aquí de una puñetera vez. —gruñó Wallace intentando dejar claro quién mandaba allí.
Los ojos verdes de Shea se deslizaron sobre Smith, deteniéndose en su aturdida mirada. Podía percibir su deseo, y se aprovechó de ello, alentando sus fantasías con una mirada insinuante.
Shea había aprendido desde muy pequeña a introducirse en las mentes y manipular los pensamientos de los demás. Al principio, la aterrorizaba tener ese tipo de poder, pero fue una herramienta muy útil en el pasado y le era útil ahora que la estaban amenazando.
—Es verdad, Don, ¿por qué no se limitan a convertir a mujeres humanas? Podría tener sentido. ¿Y por qué aquel vampiro dejó de ayudarnos? Salimos pitando de allí, y nunca me contaste qué salió mal. —dijo Smith desconfiando.
 — ¿Está tratando de decir que uno de esos hombres les ayudó en su campaña para matar a otros de su raza y que por eso tuvieron tanto éxito? —preguntó Shea, incrédula.
—Era un tipo desagradable, vengativo. Odiaba al chico, pero despreciaba especialmente a éste de aquí —Smith señaló la fotografía del hombre con la melena larga y negra. –Quería que le torturásemos, que le quemáramos... y quería mirar mientras lo hacíamos.
— ¡Cierra la boca! –Le espetó Wallace—. Acabemos con esto de una vez. La sociedad nos dará unos cuantos miles por ella. Quieren estudiarla.
Shea rió suavemente.
—Si en realidad fuese uno de sus míticos vampiros, debería valer mucho más que eso. Creo que su compañero le está timando, Smith.
La verdad de aquella afirmación podía leerse en la cara de Wallace. Cuando Smith se volvió para mirarle, Shea hizo su movimiento: saltó por la ventana, aterrizando sobre sus pies, como un gato, y corrió tan rápido como pudo. No tenía objetos personales de los que preocuparse, ningún recuerdo especial. Lo único que le preocupaba era perder sus libros.
Cuando percibió su miedo, Jacques sintió la necesidad de protegerla. El impulso era tan fuerte como su deseo de venganza. Fuera lo que fuese que él había hecho, y era el primero en admitir que no podía recordar nada, no podía merecerse un castigo tan horrible. Una vez más, el sueño se apoderó de él, pero ésta había sido la primera vez en meses que no le había transmitido su dolor ni había poseído su mente por unos segundos para asegurarse de que ella percibía su oscura ira y la promesa de venganza. Esta vez no la había castigado. Solo él tenía el derecho de inducir el miedo en su mente, de introducirlo en su frágil y tembloroso cuerpo. Ella había observado su fotografía con una mezcla de arrepentimiento y pesar. ¿Creería que estaba muerto y que era su alma condenada la que la perseguía? ¿Qué pasaba por la cabeza de esa traicionera mujer?
El tiempo seguía pasando. Despertaba sólo cuando alguna criatura se acercaba. Al final, la tela que cubría sus ojos se pudrió hasta caerse.  No tenía ni idea de cuanto tiempo llevaba allí. Tampoco tenía la menor importancia. La oscuridad era oscuridad. La soledad, soledad. Su única compañía era la mujer de su mente. La mujer que le había traicionado, que le había abandonado. Algunas veces la llamaba, la ordenaba acudir a él. La amenazaba. La suplicaba. Aunque pareciese perverso, la necesitaba. Se estaba volviendo loco, lo admitía. Pero es que esa soledad total estaba acabando con él. Sin su contacto, estaría perdido, y ni siquiera su férrea voluntad le sacaría adelante.
Y tenía un motivo para seguir viviendo: la venganza. La necesitaba tanto como la despreciaba. Por muy retorcida que fuera su relación, necesitaba esos momentos de compañía. Ahora estaba físicamente cerca de él, no había un océano por medio. Había estado tan lejos que casi no había podido alcanzarla a través de la distancia. Pero ahora estaba mucho más cerca. Renovó sus esfuerzos y empezó a llamarla a todas horas, procurando no dejarla dormir.
Cuando conseguía dejar atrás el dolor y el hambre y permanecer oculto, como una sombra en su mente, ella le intrigaba. Era muy inteligente, brillante incluso. Sus esquemas mentales eran los de un ordenador, procesaba la información a una velocidad increíble. Parecía capaz de apartar todas las emociones; quizás es que no era capaz de sentirlas. Se dio cuenta de que admiraba su intelecto, su modo de pensar, el modo que se entregaba por completo a su trabajo. Estaba investigando una enfermedad y parecía completamente obsesionada por encontrar una cura. Quizás era por eso por lo que siempre la encontraba en aquella habitación poco iluminada, cubierta de sangre y con las manos profundamente enterradas dentro de un cuerpo: estaba realizando experimentos. Y aunque le parecía una abominación, ahora entendía por qué lo hacía. Era capaz de dejar a un lado su necesidad de dormir y de alimentarse durante largos periodos de tiempo. Él percibía esa necesidad, pero ella estaba tan absolutamente concentrada en lo que estaba haciendo que ni siquiera prestaba atención a los gritos de su cuerpo, que clamaba por atender sus necesidades básicas.
No había risas en su vida, no tenía a nadie a su lado. Eso le parecía extraño. Jaques no estaba seguro del momento en que eso comenzó a molestarle, pero así era. Estaba sola, concentrada únicamente en lo que estaba haciendo. Por supuesto, él no habría tolerado la presencia de otro hombre en su vida, habría intentado destruir a cualquiera que se le acercara. Se decía a sí mismo que eso se debía a que cualquier hombre que se le acercara estaba seguramente implicado en la conspiración que le mantenía en ese estado de sufrimiento. A menudo, se sentía asqueado por su necesidad de hablar con ella, pero le intrigaba aquella mente tan compleja. De todos modos, ella lo era todo para él. Su salvación. Su verdugo. Sin su presencia, sin el contacto de su mente, se habría vuelto completamente loco, y lo sabía. Ella, inconscientemente, compartía su extraña vida con él, dándole algo en lo que concentrarse, algún tipo de compañía. De alguna manera, todo aquello era una ironía. Ella le creía encerrado bajo tierra. Pensaba que estaba a salvo de su venganza. Pero había creado un monstruo, y le mantenía con vida, logrando que recuperara una parte de su fuerza con cada contacto de su mente.
Volvió a encontrarla un mes más tarde, quizá un año... No estaba seguro, pero eso no tenía la menor importancia. Su corazón latía frenético por el miedo. Como el de él. Quizás había sido la sobrecogedora intensidad de sus emociones lo que le había despertado. El dolor era insoportable, el hambre le envolvía, pero aun así los latidos de su corazón igualaban el ritmo alocado del de ella, y no era capaz de encontrar fuerzas suficientes para respirar. Ella temía por su vida. Alguien la estaba intentando atraparla. Quizás sus compinches, los que le habían ayudado a traicionarle, le habían dado la espalda. Se concentró en sí mismo, esperando, bloqueando el dolor y el hambre como había aprendido a hacerlo a través de los años. Nadie le haría daño. Ella le pertenecía. Sólo él debía decidir si ella vivía o no, nadie más. Si consiguiera “ver” al enemigo a través de sus ojos... Sintió cómo aumentaba el poder en su interior... una furia tan inmensa y poderosa ante la idea de que alguien pudiera apartarla de él, que le sorprendía.
La imagen apareció claramente ante sus ojos. Ella estaba en algún tipo de refugio... Había ropas y muebles tirados por el suelo, como si hubiera habido una pelea o alguien hubiera estado rebuscando entre sus pertenencias. Ella recorría las habitaciones, cogiendo algunas cosas por el camino. Captó imágenes de una masa de pelo rojo, sedoso, brillante. Quería tocar ese pelo. Introducir sus dedos en él. Enredarlo alrededor de su cuello y estrangularla con él. Enterrar su rostro en aquel cabello y percibir su fragancia... Entonces la imagen desapareció, se agotaron sus fuerzas y se derrumbó, impotente, en su prisión, incapaz de alcanzarla, de ayudarla, de saber si estaba a salvo. Eso no hizo más que aumentar el tormento de agonía y hambre. No hizo más que incrementar la deuda que ella tenía con él.
Permaneció inmóvil, reduciendo los latidos del corazón al mínimo, tan sólo bombeando lo suficiente para permitirle pensar y replegarse sobre sí mismo para intentar recuperar sus fuerzas una vez más. Si ella lograba sobrevivir, iba a atraerla hacia él. No podía permitir más atentados contra su vida. La vida o la muerte de ella sólo dependían de su decisión.
Ven a mí... ven aquí conmigo. A las Montañas de los Cárpatos. A la región remota y salvaje donde deberías estar, donde está tu hogar, tu gente. Ven a mí —envió la llamada, llenando la mente de ella con el deseo de obedecer. Había requerido mucho esfuerzo, mucho más que cualquier cosa que hubiese hecho hasta ese momento. Pero ya estaba hecho. Era todo lo que podía hacer sin arriesgar su propia vida. Estando tan cerca de su objetivo, no podía echarlo todo a perder estúpidamente.

Habían vuelto a encontrarla. Y de nuevo Shea O’Halloran corría para salvar su vida. Había sido más precavida esta vez, ya que estaba al tanto de que la seguían. Tenía suficiente dinero escondido en distinto lugares, su vehículo, un cuatro por cuatro, tenía una caravana en la que podría vivir si fuera necesario. Tenía todo lo esencial preparado, así que lo único que tenía que hacer era cogerlo y correr. ¿Pero adónde esta vez? ¿Dónde podría perderlos? Conducía rápido, escapando de aquellos que la diseccionarían como a un insecto, de aquellos que la miraban como si fuese algo inferior a un ser humano.
Sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Casi no la quedaban fuerzas para resistir. La terrible enfermedad que padecía estaba acabando con ella, y no estaba más cerca de conseguir la cura que cuando empezó. Probablemente, había heredado la enfermedad de su padre. Un padre al que nunca había visto, que no había conocido, un padre que abandonó a su madre incluso antes de que Shea naciera. Había leído el diario de su madre muchas veces. Su padre había destrozado el corazón de su madre, y también su vida, convirtiéndola en una mera sombra de lo que había sido hasta ese momento. Un padre al que no le importaban lo más mínimo ni su madre ni ella misma.
En ese momento conducía en dirección a los Cárpatos, el lugar de nacimiento de su padre. Una tierra de leyendas y supersticiones. La rara enfermedad sanguínea que sufría bien podría haberse originado allí. Estaba muy nerviosa, así que intentaba concentrarse en los miles de datos que tenía sobre la enfermedad, procurando disipar el miedo. El origen debía estar allí. Casi todos los mitos de vampiros tenían su comienzo en este lugar. Podía recordar fácilmente cada detalle de todas las historias que había leído. Al fin, debía estar en el buen camino. Las claves siempre habían estado en el diario de su madre. Shea se reprochaba una y otra vez no haberse dado cuenta antes. Sentía tal aversión al pensar en su padre o en cualquier cosa que tuviera alguna relación con él, que jamás se había puesto a considerar que localizar sus propias raíces le daría la respuesta que buscaba. El diario de su madre... Tenía cada palabra guardada en el corazón.
“Le conocí anoche... Desde el momento en que le vi supe que tenía que ser él... Alto, guapo, con unos ojos fascinantes. Jamás había escuchado una voz tan hermosa como la suya. Y él sintió lo mismo por mí. Sé que lo sintió. Fue una equivocación, claro, ya que él estaba casado... pero fue inevitable para ambos. No podíamos permanecer separados. Rand. Así se llamaba... Un nombre extraño, como él, como su acento... Los Cárpatos son su hogar... ¿Cómo he podido vivir sin él hasta ahora?
Su mujer, Noelle, dio a luz un niño hace dos meses. Sé que a él no le hizo gracia. Por alguna razón, era importante que tuviera una niña. Permanece conmigo a cada momento, aunque estoy a menudo sola. Está en mi mente, hablando conmigo, susurrándome lo mucho que me quiere. Tiene una especie de enfermedad de la sangre que no le permite salir a la luz del sol.
Tiene hábitos extraños... Cuando hacemos el amor, y no te imaginas lo maravilloso que es, está dentro de mi mente, a la vez que en mi corazón y en mi cuerpo. Dice que es porque tengo dones psíquicos, como él, pero sé que es algo más. Tiene algo que ver con su necesidad de beber sangre. Estoy escribiéndolo aquí porque no puedo decirlo en voz alta. Suena horrible... espantoso... y sin embargo es tan erótico... sentir su boca sobre mí, mi sangre en su cuerpo. Cuánto le amo... Apenas deja ninguna señal, a menos que quiera marcarme como suya. Su lengua cura las heridas rápidamente. Lo he visto, como un milagro. Él es un milagro.
Su mujer, Noelle, sabe que estoy con él. Me ha contado que ella no le permite dejarla, que es peligrosa. Sé que es verdad por que ella me amenazó... amenazó con matarme. Tenía tanto miedo. Sus ojos eran rojos, y sus dientes brillaban como los de un animal... pero Rand llegó justo antes de que pudiera herirme. Estaba tan furioso... se mostró tan protector... Sé que dice la verdad cuando dice que me ama. Pude deducirlo por la manera en que le habló a ella, ordenándole que se marchara. ¡Y ahora ella me odia!
¡Soy tan feliz! Estoy embarazada. Él no lo sabe aún. No le he visto desde hace dos noches, pero estoy segura de que nunca me dejará. Su mujer debe estar furiosa porque él la abandone. Espero que sea una niña. Sé que desea una hija desesperadamente. Yo le daré lo que siempre ha querido, y Noelle pasará a la historia. Supongo que debería sentirme culpable, pero no puedo hacerlo cuando es obvio para ambos que su lugar está a mi lado. ¿Dónde está? ¿Por que no viene a mí ahora que le necesito tan desesperadamente? ¿Por qué se ha ido de mi mente?
Shea llora constantemente. Los médicos están consternados con los resultados de los análisis de sangre. Necesita transfusiones diarias. Dios, cómo la odio... me tiene atada a este mundo vacío. Sé que él está muerto. El día que Noelle vino a verme, vino después él solo, durante unas maravillosas horas. Me dijo que iba a dejarla. Creo que intentó hacerlo. Pero simplemente desapareció... de mi mente, de mi vida. Mis padres creen que me abandonó porque estaba embarazada, que me usó, pero yo sé que está muerto. Y siento esta terrible agonía, su dolor... Vendría a buscarme si pudiera, estoy segura. Y jamás se enteró de que tenía una hija... Le hubiera acompañado, pero tenía que dar a luz a su hija. Si su mujer le mató, y estoy segura de que es capaz de tal cosa, él vivirá por mí, a través de nuestra hija.
La he traído a Irlanda. Mis padres están muertos, así que he heredado sus propiedades. La habría dejado con ellos, pero ahora es demasiado tarde. No puedo unirme a él. No puedo dejarla cuando hay tantas personas preguntando por ella. Tengo miedo de que traten de matarla. Es como él. El sol quema su piel rápidamente. Necesita sangre, como él. Los médicos susurran sobre su caso y me miran fijamente... tengo mucho miedo. Sé que tengo que llevármela de aquí... No permitiré que nadie haga daño a tu hija, Rand... oh, Dios, ayúdame... soy incapaz de sentir nada. Estoy muerta por dentro. ¿Dónde estás? ¿Te mató Noelle como prometió que haría? ¿Cómo puedo vivir sin ti? Sólo tu hija evita que me una contigo... Pronto, mi amor, pronto estaré contigo.”

Shea dejó salir el aire de sus pulmones muy lentamente. Por supuesto. Había estado delante de sus narices todo el tiempo. Necesitaba sangre, como él. Heredó la enfermedad sanguínea de su padre. Su madre había escrito que Rand bebía su sangre cuando hacían el amor. ¿Cuánta gente había sido cruelmente perseguida y había acabado con una estaca en el corazón sólo porque nadie había podido encontrar un cura para su terrible enfermedad? Sabía lo que era sufrir una cosa así, odiarse a sí mismo y tener miedo de que te descubran. Tenía que encontrar una cura, aunque fuese demasiado tarde para ella, debía encontrarla.
Jacques durmió durante mucho tiempo, decidido a renovar su energía. Despertaba sólo brevemente, para alimentarse y para asegurarse de que ella seguía viva y cerca. Contenía su euforia para no perder más sangre. Ahora necesitaba toda su energía. Ella estaba cerca, podía sentirla. Estaba tan sólo a unos kilómetros de él. Dos veces había “visto” su cabaña a través de sus ojos. La estaba arreglando, encargándose de esas cosas que hacen las mujeres para transformar un mero refugio en un hogar.
Más tarde, Jaques empezó a despertar a intervalos regulares, probando su fuerza, atrayendo animales que le proporcionasen la tan necesaria sangre. La acechaba en sus sueños, llamándola continuamente, manteniéndola despierta cuando sabía que su cuerpo necesitaba dormir desesperadamente. Se sentía frágil, hambrienta, débil por la falta de alimento. Trabajaba día y noche, y su mente estaba llena de preguntas y respuestas. No hizo caso de todo aquello, lo único que quería era mantenerla cansada para poder someter fácilmente su voluntad
Tenía mucha paciencia. Había aprendido a tenerla. Sabía que se estaba aproximando a ella. Ahora tenía tiempo de sobra. No había ninguna necesidad de correr. Podía permitirse malgastar su energía. La acechaba desde su oscuro escondrijo, y cada contacto con su mente era más poderoso. No tenia ni idea de lo que iba a hacerle una vez que la tuviera en sus manos... No podría matarla... después de haber pasado tanto tiempo en su mente, a veces le parecía que formaban una sola persona... Pero seguro que iba a sufrir... Una vez más, se obligó a sí mismo a dormir para conservar la poca sangre que le quedaba.
Estaba dormida delante de su ordenador, con la cabeza reposando sobre un montón de papeles. Incluso en sueños, su mente permanecía activa. Jacques había aprendido muchos detalles sobre ella. Sabía que tenía una memoria fotográfica. Había aprendido tantas cosas sobre su mente que incluso había olvidado algunas... o a lo mejor es que nunca las había sabido. A menudo pasaba tiempo estudiándola antes de someterla a su acoso. Era toda una fuente de conocimientos, una fuente de datos sobre el mundo exterior.
Siempre estaba sola. Incluso en los más antiguos recuerdos que captaba, había una niña pequeña aislada del resto. Sentía que la conocía íntimamente. Pero en realidad, no sabía nada personal sobre ella. Su mente estaba llena de cuestionarios y datos, de instrumentos y fórmulas químicas. Jamás pensaba en su aspecto o en esas cosas en que piensan todas las mujeres. Sólo importaba su trabajo. Todo lo demás era rápidamente desechado.
Jacques se concentró y envió las palabras hasta ella.
Ahora vendrás hasta mí. No permitas que nada te detenga. Despierta, y ven a mí mientras descanso y espero.
Utilizó cada gramo de la fuerza que poseía para introducir la orden dentro de su cerebro. En los dos últimos meses, había conseguido atraerla hacia él varias veces, obligándola a acercarse hacia su prisión a través del siniestro bosque que la rodeaba. Pero en cada una de las ocasiones, a pesar de que había venido como le había ordenado, su necesidad de completar su trabajo le había hecho darse la vuelta al final. Esta vez estaba seguro de que había usado la fuerza suficiente para forzarla a complacerlo. Ella sentía su presencia en la mente, reconocía su contacto, pero en realidad no sabía que estaban unidos. Pensaba que él era un sueño... o más bien una pesadilla.
Jacques sonrió al pensar en ello. Pero no había diversión en aquella sonrisa, tan sólo una salvaje promesa, la promesa de un depredador a punto de atrapar a su presa.
Shea se despertó de golpe. Su trabajo esta desparramado por todas partes, el ordenador seguía encendido y los documentos que había estado estudiando estaban bastante arrugados, por haber apoyado la cabeza sobre ellos. El mismo sueño otra vez... ¿Es que nunca pararía? ¿Nunca la dejaría en paz?
El hombre de sus sueños ya le resultaba familiar... aquella abundante melena de pelo negro y el sesgo cruel sobre una boca tan sensual... Durante los primeros años, había sido incapaz de verle los ojos, como si estuvieran cubiertos por algo, pero en los dos últimos años la había observado fijamente, con una oscura amenaza presente en la mirada.
Shea se echó el pelo hacia atrás y notó las pequeñas gotas de sudor que cubrían su frente. Por un instante, experimentó la extraña desorientación que la invadía siempre después de aquel sueño, como si algo atrapase su mente durante un momento para después soltarla lentamente, con reticencia.
Shea sabía que alguien la estaba persiguiendo. Aunque el sueño no fuese real, el hecho es que alguien la perseguía de verdad.  No debía perder de vista ese hecho, no debía olvidarlo. No volvería a estar a salvo de nuevo a menos que encontrara una cura para ella y para el resto de las personas que sufrían esa extraña enfermedad. La estaban acechando como si fuera un animal, como si careciese de sentimientos o inteligencia. Y a los cazadores no les importaba que hablara seis idiomas con fluidez ni que fuera una cirujana muy competente que había salvado incontables vidas.
Las palabras del papel que tenía delante se estaban volviendo borrosas, se difuminaban. ¿Cuánto hacía que no dormía en realidad? Suspiró, pasando una mano sobre el abundante cabello rojo, largo y sedoso, apartándoselo de la cara. Lo echó hacia atrás descuidadamente y, como siempre, lo sujetó con lo primero que tuvo a mano. Empezó a revisar los síntomas de la extraña enfermedad sanguínea. Catalogándose a sí misma. Era pequeña y muy delicada, casi frágil. Parecía joven, como una adolescente, ya que envejecía a un rimo mucho más lento que resto de los humanos. Sus ojos eran muy grandes, de un verde intenso, y su voz era suave, sedosa, casi hipnótica. Cuando leía, la mayor parte de los estudiantes estaban tan cautivados por su voz, que recordaban cada palabra que había dicho. Sus sentidos eran más sensibles que los del resto de la raza humana, su audición y su olfato eran extremadamente agudos. Era capaz de apreciar los colores nítidamente, captando matices que la mayoría de las personas no distinguía. Podía comunicarse con animales, saltar más alto y correr más rápido que muchos atletas bien entrenados. Desde muy joven, había aprendido a ocultar esos talentos.
Se desperezó mientras se levantaba. Estaba muriéndose lentamente. Cada minuto que pasaba era un minuto menos disponible para encontrar la cura. En algún lugar, entre todas esas cajas y montones de papeles, se encontraba la solución. Aunque cuando diera con la cura fuera demasiado tarde para ella, podía servirles a aquéllos que vivían en la misma terrible soledad en la que había vivido ella durante toda su vida.
Puede que envejeciera lentamente y tuviese habilidades excepcionales, pero pagaba un alto precio por ello. El sol quemaba su piel. Aunque podía ver claramente en la oscuridad de la noche, sus ojos lo pasaban muy mal a la luz del día. Su cuerpo rechazaba prácticamente todas las comidas, y lo peor de todo, necesitaba sangre a diario. Cualquier tipo de sangre. No había sangre incompatible con la suya. La sangre animal la mantenía apenas con vida, así que necesitaba desesperadamente sangre humana, y sólo cuando estaba cerca de desplomarse se permitía usarla, y únicamente mediante transfusión. Desgraciadamente, su particular enfermedad requería transfusiones orales.
Shea abrió la puerta de golpe e inhaló el aire de la noche, escuchando en la brisa los susurros de los zorros, los lirones, los conejos y los ciervos. El grito de un búho que había perdido a su presa y el chillido de un murciélago provocaron que la sangre corriese más rápido por sus venas. Estaba claro que pertenecía a aquel lugar. Por primera vez en toda su vida, se sentía en paz.
Shea salió al porche. Sus ajustados vaqueros azules y las botas de montaña servirían, pero la fina camiseta que llevaba no evitaría el frío de las montañas. Cogiendo una sudadera y la mochila, Shea se internó en aquel paraje que tanto le atraía. Si hubiera conocido la existencia de este lugar un poco antes… Ya había perdido mucho tiempo. Justo un mes antes había descubierto las propiedades curativas de la tierra. Y también conocía el agente curativo que había en su saliva. Shea había plantado un jardín, en el que cultivaba verduras y varios tipos de hierbas. Le encantaba trabajar la tierra. Un día, por accidente, se hizo un corte, un feo y profundo tajo. Trabajar en la tierra pareció aliviar el dolor, y cuando terminó el trabajo, el corte estaba prácticamente cerrado.
Empezó a vagar por el sendero sin rumbo fijo, deseando que su madre hubiese experimentado la paz de aquel lugar. Pobre Maggie. Tan joven. Irlandesa. Durante las primeras vacaciones de su vida se había encontrado con un oscuro e intrigante desconocido que la había usado para después abandonarla a su suerte. Shea sacudió su cabeza, tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se negaba a dejarlas caer. Su madre había hecho su elección. Aquel hombre. Él se había convertido en el centro de su vida, sin dejar espacio para nada más. Ni siquiera para la carne de su carne, la sangre de su sangre, su hija. No merecía la pena seguir viviendo sólo por Shea. Únicamente por Rand. Un hombre que la había abandonado sin pensarlo, sin decirle una palabra al respecto. Un hombre que le había contagiado una enfermedad tan espantosa que su hija debía ocultarse del resto del mundo. Y Maggie lo sabía. Pero aún así, no se había molestado en investigar, ni siquiera en descubrir algo sobre Rand que pudiera servir de ayuda para saber a qué se enfrentaba su hija. 
Shea se detuvo para recoger un puñado de tierra, dejándola deslizarse entre sus dedos. ¿Estaría Noelle, la esposa según su madre, tan obsesionada con Rand como Maggie? En principio parecía que sí. Pero Shea no tenía ninguna intención de seguir la opción que había provocado la caída de su madre. Jamás dependería tanto de un hombre que llegase a rechazar a su propio hijo para después suicidarse. La muerte de su madre había sido una tragedia sin sentido, y había dejado a Shea abandonada a una vida sin amor, fría y cruel, sin nadie que la guiase. Maggie sabía que su hija necesitaba sangre... Lo decía bien claro en el condenado diario, cada maldita palabra. Shea apretó los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos. Maggie sabía que la saliva de Rand tenía agentes curativos. Y aún sabiéndolo, había dejado que su hija lo descubriera por sí misma. Shea se había curado a sí misma incontables veces cuando era niña, mientras su madre miraba fijamente por la ventana hacia algún lugar que sólo ella veía, viva tan solo a medias, indiferente a los llantos de dolor de la pequeña que se había caído mientras aprendía a andar o a correr... había aprendido todo sola. Descubrió que podía curarse pequeños cortes y arañazos con su lengua. Pero tardó mucho más tiempo en descubrir que sólo ella podía hacer esas cosas. Maggie se comportaba como un robot, sin emoción alguna, atendiendo únicamente las mínimas necesidades básicas de Shea, sin prestar atención a sus sentimientos. Maggie se suicidó el día que Shea cumplió dieciocho años... Un leve gemido de angustia escapó de la garganta de Shea. Ya era suficientemente horroroso saber que debía tomar sangre para sobrevivir, pero crecer sin el amor de su madre había sido devastador.
Siete años antes, una especie de locura arrasó Europa. Al principio, no fue más que algo curioso, casi divertido. Desde los inicios de la Historia, la gente supersticiosa hablaba en susurros sobre la existencia de vampiros en la zona de la que su padre era originario.
Ahora, parecía posible que el desorden sanguíneo, quizá originario de las Montañas de los Cárpatos, fuese la base de las leyendas de vampiros. Si la enfermedad era de carácter endémico en esta región, ¿no era posible que aquellos que habían sido perseguidos a través de los años, hubieran sufrido también la enfermedad que Shea y su padre compartían? Shea estaba deseando poder estudiar a otros con su misma dolencia.
En los últimos tiempos, los asesinatos de “vampiros” se habían extendido por Europa como una plaga. Hombres en su mayoría, eran asesinados al “estilo vampiro”, con una estaca clavada en el corazón. Era algo enfermizo, repugnante y aterrador. Respetados científicos habían empezado a considerar la posibilidad de que los vampiros fueran reales. Se habían formado comités para estudiarlos... y eliminarlos.
Evidencias de fuentes anteriores, combinadas con las muestras de sangre de una niña pequeña (la suya, Shea estaba segura) habían logrado que la cuestión llegara más lejos. Shea había estado aterrada, completamente segura de que esos asesinos de Europa acabarían por encontrarla. Y en ese momento, de hecho, estaban tras ella. Había dejado atrás su país y su carrera con el propósito de seguir su propia línea de investigación.
¿Cómo creía la gente, en estos tiempos tan civilizados, en esas estupideces sobre los vampiros? Se sentía identificada con las personas asesinadas, que seguramente sufrían la misma enfermedad que ella. Era médico, una investigadora, y aun así, hasta ahora les había fallado a todas las víctimas, temerosa de que se descubriese lo que ella llamaba “su detestable secretito”. Y eso la enfurecía. Tenía talento, incluso era brillante, debería haber descubierto los secretos de este misterio hacía mucho tiempo. ¿Cuánta gente había muerto porque ella no había sido lo suficientemente constante en la búsqueda de información?
La sensación culpabilidad y el miedo alimentaban ahora su incansable y exhaustiva sesión de estudio. Absorbía todo lo que podía encontrar sobre la zona, la gente y las leyendas: rumores, supuestas evidencias, viejas traducciones y los últimos artículos de los periódicos. Comía sólo cuando tenía tiempo, a veces ni siquiera recordaba usar las transfusiones, no dormía casi nunca... buscando desesperadamente la pieza del puzzle que le daría el camino a seguir.
Estudió su sangre un millón de veces, su saliva, su sangre después de transfusiones animales, después de transfusiones humanas...
Shea había quemado el diario de su madre en un momento de desesperación. Jamás olvidaría una sola de sus palabras, pero aun así sentía profundamente la pérdida. Su cuenta bancaria, sin embargo, era substancial. Había heredado fondos de su madre, y había conseguido bastante dinero ejerciendo su profesión. Incluso tenía una pequeña propiedad en Irlanda que alquilaba por una buena cantidad. Vivía sin gastar mucho e invertía sensatamente. Había sido fácil mover su dinero a Suiza y dejar unas cuantas pistas falsas a lo largo del continente.
Desde el momento que llegó a los Cárpatos, Shea se había sentido distinta. Más viva. Más en paz. La inquietud y la sensación de angustia seguían creciendo en su interior, pero se sentía como si estuviera en casa por primera vez en su vida. Las plantas, los árboles, la fauna salvaje y hasta la misma tierra, formaban parte de ella. Era como si, de algún modo, estuviera relacionada con ellos. Le encantaba respirar ese aire, chapotear en el agua y llenar sus manos de tierra.
Shea captó la esencia de un conejo, y su cuerpo se tensó de repente. Podía oír el latido de su corazón, sentir su miedo. El animal percibía el peligro, había un depredador acechándolo. Un zorro; ella percibió el susurro de su piel rozando los arbustos. Era maravilloso oír esas cosas, sentirlas, sin preocuparse de que los demás pudieran hacerlo o no. Los murciélagos volaban, surcando el cielo para capturar insectos, y Shea alzó la mirada para observarlos, admirando sus tácticas, disfrutando del simple espectáculo. Empezó caminar de nuevo, necesitaba hacer ejercicio y librarse del peso de la responsabilidad, al menos durante un rato.
Había encontrado su casita de campo, o más bien el armazón de la casa, y la había transformado en su propio santuario durante los últimos años. Había colocado persianas que impedían el paso de la luz del sol durante el día, y un generador de corriente eléctrica que proporcionaba luz y la energía necesaria para su ordenador. Un cuarto de baño decente y la cocina habían sido sus siguientes prioridades. Poco a poco, Shea había adquirido libros, provisiones y todo lo necesario para atender las urgencias de sus posibles pacientes. Aunque Shea esperaba no tener que usar sus habilidades en ese lugar (cuantas menos personas conocieran su existencia mejor, además, así tendría más tiempo para dedicarlo a su valiosa búsqueda) era, ante todo, un médico.
Shea penetró en el denso bosque, acariciando los troncos de los árboles casi con reverencia.
Tenía siempre a mano una reserva de sangre, para lo que a veces utilizaba sus habilidades como pirata informático, lo que le permitía entrar en los bancos de sangre de manera que pudiese efectuar el pago preservando su anonimato. Aun así, había tenido que hacer algunos viajes cada mes, alternando entre tres pueblos que estaban a una noche de viaje desde su cabaña. Últimamente se encontraba más débil y la fatiga era el mayor problema, las heridas se negaban a curarse. Un anhelo, un ansia aterradora crecía en su interior... un vacío que suplicaba ser llenado. Su vida estaba llegando al final.
Shea bostezó. Tenía que volver a casa y descansar. Generalmente, nunca dormía de noche, dejando su tiempo de reposo para la tarde, cuando el sol le hacía más daño. Estaba a varios kilómetros de su casa, en lo profundo del bosque, a bastante altitud en la parte más remota de las montañas. Tomaba a menudo ese camino, atraída inexplicablemente hacia aquel lugar. Se sentía inquieta, casi angustiada por la sensación de urgencia. Debía dirigirse a alguna parte, pero no tenía ni idea de donde. Cuando analizaba sus sentimientos, se daba cuenta de que la fuerza que le impulsaba a seguir era casi una obligación.
Tenía toda la intención de dar la vuelta y volver a casa, pero sus pies continuaban abriéndose paso a través del arduo camino. Había lobos en esas montañas... los oía aullar a menudo durante la noche. Había tanto deleite en sus voces, tanta belleza en sus canciones... Podía contactar con la mente de los animales siempre que quisiera, pero nunca había intentado hacerlo con una criatura tan salvaje e impredecible como un lobo. Aun así, sus canciones nocturnas le hacían desear encontrarse uno en ese momento.
Siguió hacia adelante, empujada hacia un destino desconocido. Nada parecía tener ninguna importancia, salvo el seguir ascendiendo, cada vez más alto, hacia la más salvaje y deshabitada zona que había visto en su vida. Debería tener miedo, pero cuanto más se alejaba de la cabaña, más importante le parecía continuar. Sus manos se alzaban inconscientemente para frotarse las sienes y la frente. Sentía un extraño zumbido en su cabeza. La sorprendía cómo el hambre estrujaba sus entrañas... No era un hambre normal, era diferente. De nuevo tenía esa extraña sensación de que estaba compartiendo su mente con otro y de que el hambre no era realmente suya. La mayor parte del tiempo, le parecía que estaba andando en un mundo de sueños. La niebla alrededor de los árboles, suspendida sobre la tierra, estaba empezando a espesarse y la temperatura del aire había bajado varios grados.
Shea se estremeció, y se frotó los brazos arriba y abajo con las manos. Siempre la dejaba asombrada su capacidad de moverse silenciosamente por el bosque, esquivando instintivamente las ramas caídas y las rocas sueltas. De repente, escuchó un susurro en su mente.
- ¿Dónde estás? ¿Por qué rehúsas venir a mí?
La voz sonaba como un venenoso siseo de furia. Se detuvo un momento, horrorizada, y se llevó las manos a la cabeza. Era como en su pesadilla... la misma voz que la llamaba, resonando en su mente. Ahora las pesadillas eran más frecuentes, ocupando sus horas de sueño, agobiándola mientras permanecía despierta, deslizándose en su conciencia a todas horas. A veces pensaba que se volvería loca.
Shea se acercó a un pequeño arroyo. Había distintas piedras planas, de brillantes colores, que señalaban el camino a través del agua cristalina. La corriente estaba helada cuando se inclinó para adentrar sus dedos en ella. La sensación era tranquilizadora.
Algo la ordenaba seguir adelante. Primero un pie, luego el otro. Era una locura seguir alejándose de la cabaña, ya que llevaba muchas horas sin dormir. Y aunque se consideraba a sí misma una especie de sonámbula, se sentía muy extraña.
Shea se detuvo cerca de un pequeño claro y observó a la noche estrellada. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba moviéndose hasta que cruzó el claro y penetró en la espesa arboleda, cuando una rama se enganchó en su pelo, y la obligó a detenerse de nuevo. Sentía la cabeza pesada y la mente aturdida. Necesitaba desesperadamente llegar a un determinado sitio, pero no sabía donde. Escuchar no la ayudaba. Con su extraordinario oído habría podido distinguir si una persona o alguna otra criatura se encontraba herida o en peligro, pero no era así. Shea olfateó el aire. Lo más probable era que acabara perdida y que el sol la dejara frita al salir por la mañana... Se lo tendría merecido por estúpida.
A pesar de burlarse de sí misma, la sensación de su interior era tan poderosa que Shea continuó caminando, permitiéndole a su cuerpo tomar el rumbo hacia donde quisiera.
De repente, surgió ante sus ojos un sendero prácticamente invisible, que se extendía zigzagueando a través de los árboles. Siguió andando en esa dirección, completamente segura de que tomaba el camino correcto; estaba intrigada, y se preguntaba qué era lo que tenía la fuerza necesaria para alejarla de su investigación. Los árboles dieron paso a un pequeño prado. Atravesó el claro, y de nuevo, parecía que sus pasos seguían un camino previamente establecido... como si supiese perfectamente hacia dónde se dirigía. Hacia el final del prado, algunos árboles dispersos rodeaban los restos de un edificio. No eran los restos de una pequeña cabaña, sino los de una gran casa, convertida ahora en oscuros escombros y con el bosque deslizándose silenciosamente en su interior, intentando recuperar la tierra que una vez le perteneció.
Caminó alrededor del perímetro de la estructura, segura de que algo la había atraído a este lugar pero incapaz de identificar qué era. En ese lugar había un inmenso poder, podía sentirlo, pero no tenía ni idea de dónde procedía ni de cómo usarlo. Siguió avanzando, con el cuerpo agotado y una inquietante presión en su mente, como si estuviera al borde de un gran descubrimiento. Agachándose, dejó que sus manos se deslizaran sobre la tierra. Una vez. Dos. De repente, sus dedos encontraron madera bajo la suciedad. Shea se quedó sin respiración, con el pulso latiendo frenético por la excitación. Había descubierto algo importante. Esta segura de ello. Cuidadosamente, retiró con las manos la tierra de encima, y descubrió una gran puerta, de unos dos metros por uno y medio, con un firme asidero de metal. Necesitó todas sus fuerzas para levantarla, y tuvo que sentarse durante unos momentos para recuperar el aliento y reunir el valor suficiente para mirar lo que había en el agujero.
Una larga tira de desvencijados escalones, roídos y ajados por el tiempo, conducía a una gran habitación. Tras un momento de indecisión, Shea descendió por la escalera, impulsada por su cuerpo y su mente, a pesar de que su cerebro le indicaba que debía tomar más precauciones.
Las paredes del sótano habían sido construidas con tierra y trozos de piedra. Se notaba que nadie ni nada había perturbado ese lugar durante años. Levantó la cabeza alarmada, explorando rápidamente el área con los ojos en busca de algún tipo de peligro. No había nada. Ése era el problema. El silencio era total. Siniestro. Ninguna criatura nocturna, ningún insecto. Ningún rastro de animales sobre el suelo cubierto de polvo. No pudo detectar más que alguna rata escurridiza o el brillo de una tela de araña.
Como impulsada por una fuerza interior desconocida, su mano comenzó a deslizarse a lo largo de una de las paredes. Nada. Shea deseaba salir de allí cuanto antes. El instinto de supervivencia la impulsaba a huir de allí... Sacudió la cabeza, era incapaz de escapar, aunque aquel lugar la aterraba. Permaneció inmóvil durante un terrible momento, en el que su imaginación la jugó una mala pasada... sentía que alguien la observaba, esperando... algo oscuro y letal. Parecía tan real que casi salió corriendo, pero justo cuando se daba la vuelta decidida a largarse de allí mientras aún estaba a tiempo, sus dedos encontraron más madera debajo de la pared de tierra.
Intrigada, Shea examinó la superficie. Algo había sido enterrado deliberadamente justo allí. El tiempo no amontonaba la tierra de esa manera. Incapaz de detenerse, retiró puñados de tierra y rocas hasta que destapó un gran tablón de madera en estado de descomposición. ¿Otra puerta? Tenía por lo menos un metro noventa de alto, quizá más. Reanudó la excavación con más ganas, lanzando con indiferencia los puñados de tierra hacia atrás. Súbitamente, sus dedos rozaron algo espantoso. Se apartó de un salto, retrocediendo mientras los pequeños caparazones secos caían a la tierra. Ratas muertas. Centenares de cuerpos de rata consumidos. Horrorizada, miró fijamente la caja de madera podrida que había destapado. El resto de la tierra la mantenía en su lugar, pero parte de la tapa cayó hacia adelante. Shea se dirigió corriendo hacia las escaleras, alarmada por su descubrimiento. La presión en su cabeza aumentó hasta hacerla gritar de dolor, y cayó de rodillas antes de conseguir llegar hasta el final de la empinada escalera que conducía hacia la noche llena de niebla.
No podía ser un ataúd. ¿Quién enterraría un cuerpo boca abajo en una pared? Algo, una curiosidad morbosa o una cierta fuerza que no pudo identificar, obligó a sus pies a dirigirse de nuevo hasta la caja. Intentó detenerse con todas sus fuerzas, pero no pudo. Le temblaba la mano mientras la acercaba para tirar de la tapa de madera podrida.

Aclaracion-Disclaimer

La Saga Serie Oscura, es propiedad de la talentosa Christine Feehan.
Este espacio esta creado con el único fin de hacer llegar los primeros capítulos de estas magnificas obras a todos ustedes que visitan el blog. Lamentablemente, en latinoamericano muchos de estos maravillosos ejemplares, no estan al alcance de todos.
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Gracias por su visita
Mary