Un Ritual lleno de Pasion y Amor

"Te reclamo como mi compañera. Te pertenezco. Te ofrezco mi vida. Te doy mi protección, mi fidelidad, mi corazón, mi alma y mi cuerpo. Tu vida, tu felicidad y tu bienestar serán lo más preciado y estarán por encima de todo siempre. Eres mi compañera, unida a mí para toda la eternidad y siempre bajo mi cuidado”



viernes, 20 de mayo de 2011

SINFONIA OSCURA/CAPITULO 1


Capítulo 1


La niebla espesa tendía su mano sobre el cielo, ahogando todo los sonidos. Ahogando el sonido de la conspiración. Del crimen que acecha en las sombras de la noche. De intenciones oscuras y malignas ocultas en los remolinos de la bruma blanquecina y en la más negra penumbra. La niebla era la cobertura perfecta para el depredador, que surcaba los cielos silenciosamente en busca de su presa. Había pasado demasiado tiempo solo, lejos de sus semejantes, luchando contra la insidiosa llamada del poder, la llamada del mal que le susurraba al oído cada minuto de la vigilia.
Allá lejos, muy por debajo de él, quedaban los humanos, sus presas. Sus enemigos. Sabía de qué eran capaces cuando capturaban a un ejemplar de su especie, si llegaban a descubrirlo. Aún se despertaba ahogándose en medio del sueño, atrapado en aquellos primeros momentos conscientes de su pasado. En su cuerpo siempre llevaría las cicatrices de la tortura, aún cuando fuera casi imposible dejar cicatrices en los de su especie. Él era un cárpato, una especie tan antigua como el tiempo, dotaba de tremendos poderes para dominar el tiempo, la tierra, e incluso los animales. Podía adoptar otras formas y volar por las alturas, podía correr con los lobos aunque, sin una luz que alumbrara su oscuridad, era presa fácil de los susurros de la tentación, de la llamada del poder, de aquello que lo haría sucumbir a la maldad. Poseía la capacidad de encarnarse en criaturas inertes, y ésa era la condición que muchos de su especie habían elegido.
Deambulaba por el mundo cazando al vampiro, procurando mantener un equilibrio en un universo de soledad abyecta, intentando conservar el honor cuando creía haberlo perdido. Y entonces llegó a sus oídos la música. Provenía de un televisor en una de las tiendas por las que había pasado tarde aquella noche, y la música lo cautivó como nada lo había cautivado jamás. Lo atrapó. Lo hipnotizó. Le envolvió el alma en notas áureas hasta que no pudo pensar sino en la música. Sólo escuchaba aquella música resonando en su cabeza. Era tan poderosa que llegaba a mitigar el hambre insaciable que siempre le acompañaba. Viajó hasta Italia, atraído por ella. Y allí se quedó, por otras razones mucho más convincentes.
Volaba por los cielos, sigiloso, y con cada despertar se dirigía hacia el mismo punto. Su fino olfato captó la esencia salina que traía el mar, el combustible de un barco llevado de un lado a otro por el fragor de las olas. El viento también le trajo el olor de un ser humano. Por un instante, de sus labios brotó un gruñido sordo, y los incisivos se le alargaron, hambrientos. Con un gesto de desagrado. La mayoría de los humanos se habían convertido en sus enemigos. Aún así, él buscaba su protección. Los humanos lo utilizaban como cebo para atraer a otros de su especie, y casi habían conseguido aniquilar a la compañera de su príncipe.
Siempre llevaría consigo el estigma de la vergüenza. Aquello siempre le impediría sentirse del todo cómodo en su tierra natal y con otros de su especie. Jamás les rogaría que lo perdonaran, porque no podía perdonarse a sí mismo. La penitencia que se había impuesto había sido beneficiosa para los suyos. Se había dedicado activamente a la caza de su mortal enemigo, el vampiro, y se había enfrentado con él en incontables batallas, aún cuando él no tuviera vocación de guerrero. Iba de un país a otro en una caza implacable y sin misericordia, decidido a librar al mundo del mal que lo acechaba en esta especie. Cada ejecución lo acercaba un poco más a la locura. Hasta que la música llegó a sus oídos.
La noche lo arropó, lo abrazó como a un hermano. En la oscuridad, sus ojos brillaron con el resplandor feroz de un depredador en libertad. Muy por debajo de él atisbó las luces de las villas, desdibujadas por la espesa niebla, las casas apiñadas unas junto a otras y construidas precariamente en las colinas. A lo lejos, apenas alcanzaba a distinguir el palacio Scarletti, una obra de arte construida hacía siglos.
Ése era el origen de la música, el gran palazzo. Los conciertos y las óperas eran compuestas y ejecutadas en un piano perfectamente afinado. Permaneció en las cercanías para escuchar la belleza de aquellas obras maestras, primero creadas y luego interpretadas. Las notas apaciguaban e infundían en él un atisbo de esperanza. Llegó al extremo de comprar varios CDs y un aparato con que escucharlos. Guardaba ambos tesoros en las profundidades de su guarida, en el refugio que conservaba para permanecer cerca de la mujer que, sabía, le pertenecía sólo a él.
Con sólo mirarlo, la familia de ella sabía que él era un ser peligroso. Intuían en él al depredador, pero Antonietta se sentía a salvo a su lado. Era la única mujer que él quería. La única mujer que tendría.


Antonietta Scarletti tenía la mirada perdida en las elegantes vidrieras de color del palazzo. Más allá de las murallas de la villa, el viento chillaba y gemía. Tocó el vidrio con la yema de sus dedos sensibles, siguiendo el hilo de plomo y el contorno de los dibujos que le eran tan familiares. Cuando lo intentaba, conseguía recordarlos, con sus vivos colores y sus imágenes aterradoras. Aquel pensamiento le arrancó una risa sonora. De niña, las gárgolas y demonios que decoraban aquel palacio del sigo xv le infundían un miedo horrible. Ahora, sencillamente apreciaba su belleza, a pesar de que sólo podía verlos con la punta de los dedos.
El que era su hogar había sido restaurado muchas veces a lo largo de los siglos, pero se había conservado la arquitectura gótica lo más fielmente posible al original. A ella le fascinaban los corredores secretos con sus trampas maquiavélicas, cada una de las piedras perfectamente talladas que constituían su casa. Curiosamente, ahora tenía sueño. La mayoría de las noches deambulaba totalmente despierta por los anchos pasillos o se sentaba a tocar el patio, y la música fluía desde su ser interior hasta las teclas, derramándose en un torrente de emociones que a veces amenazaba con engullirla. Esa noche, con el aullido del viento y el mar golpeando contra las rocas de los acantilados, se recogió el pelo en una gruesa cola y pensó en algún poeta oscuro.
Tasha, su prima, había comentado durante la cena que comenzaban a adivinarse hebras teñidas de blanco en su larga cabellera. Antonietta era consciente de lo vanidosa que era con su pelo, pero aquello era su única llamada a la gloria, y ahora que comenzaban a aparecer las primeras canas, era sólo cuestión de tiempo para que se desvaneciera ese leve orgullo. Se burló de sí misma con una risa suave mientras cruzaba la sala sin vacilar, directa hacia el piano. Deslizó los dedos sobre las teclas, respondiendo espontáneamente a la risa que nacía en su corazón.
A pesar de su ceguera, Antonietta amaba su vida. La vivía tal como quería vivirla. La música fluía hacia la noche. Una llamada. Ella sabía que la música lo llamaba. Byron. Antonietta pensaba en él día y noche. Era una obsesión secreta de la que no podía desprenderse. Él sonido de su voz la tocaba como a veces imaginaba sus manos tocándole la piel. El sonido como caricia. Él era su único reproche. El dinero y la fama permitían a Antonietta llevar la vida que quisiera, a pesar de haber perdido la vista, pero también se alzaba como una barrera entre ella y cualquier hombre. Incluso con Byron. Sobre todo con Byron. Su silenciosa aceptación, su interés permanente, tan absolutamente centrado en ella, amenazaba con envolver a la vez sus emociones y su cuerpo, y eso era algo que no podía permitirse.
Antonietta se sentó en el taburete, y de pronto sintió el peso de su cuerpo con un cansancio inesperado. Sus dedos corrieron ágiles sobre las teclas de marfil. La música llenó el espacio, un amor no correspondido, una pasión sin límites que no obtiene respuesta. Calor. Fuego. Una sed que jamás sería saciada. Byron, el poeta oscuro. Meditabundo. Misterioso. Un hombre que se prestaba a la elaboración de fantasías. Ignoraba por completo su edad. A menudo él respondía a la llamada de su música. Desde aquel día hacía cuatro meses, cuando había salvado a su querido abuelo de un accidente de coche, aparecía de pronto en la sala con ella, después de haber burlado la seguridad mediante algún subterfugio, entraba y se sentaba en silencio mientras ella tocaba. Era un aspecto de su obsesión que ella nunca le cuestionaba, nunca le preguntaba cómo conseguía entrar en su casa, en su salón de música. Antonietta siempre sabía en qué momento había entrado Byron, aunque nunca oyera ni un solo ruido. Su familia ignoraba con qué frecuencia la visitaba, o cómo aparecía en el gran salón a última hora de la noche y la acompañaba hasta la madrugada. Rara vez hablaba, sólo escuchaba la música, aunque en ocasiones jugaban al ajedrez o hablaban de libros y de los problemas del mundo. Eran los momentos que ella más anhelaba, cuando se sentaba a escuchar el sonido de su voz.
La gestualidad de Byron era la de un hombre del Viejo Mundo, y hablaba con un acento que ella no conseguía identificar. Antonietta se lo imaginaba como un príncipe caballeresco que acudía a su llamada cada vez que ella permitía que se impusieran sus fantasías juveniles. Él rara vez la tocaba, pero no manifestaba reparo alguno cuando ella lo tocaba a él, cuando leía las expresiones de su rostro. Cada vez que se encontraba con ella en la misma sala, quedaba sin aliento.
La música crecía al contacto con sus dedos, ascendiendo hacia un crescendo de emociones turbulentas. Byron. El amigo de su abuelo. Los demás miembros de la familia desconfiaban de él y se sentían irritados por su presencia. Casi todos abandonaban la sala poco después de que él hiciera su entrada. Veían en él a un ser peligroso. Antonietta pensaba que podía serlo, a pesar de que con ella era siempre amable. Ella sentía que tras aquella exterioridad apacible de Byron se ocultaba un depredador lanzado a la caza. Escudriñando. Acechando. Esperando el momento propicio. Aquella no hacía sino añadirle atractivo. La fantasía inalcanzable. El príncipe peligroso y oscuro acechando en la sombra… Observándola… a ella.
Antonietta volvió a reírse de sus absurdas fantasías. Ella proyectaba una cierta imagen ante el mundo, la imagen de una concertista de piano de gran renombre, una mujer segura de sí misma, una respetada compositora. Elaboraba sus sueños apasionados y los convertía en sublimes notas musicales para expresar el fuego que ardía en lo profundo de su ser, allí donde nadie alcanzaba a ver.
Sus dedos volvieron a deslizarse sobre el teclado, aletearon, juguetearon, y la música cobró vida. No medió aviso alguno. Antonietta se había extraviado en su música y, de repente, una mano gruesa le tapó la boca y la arrancó de su taburete.
Antonietta mordió con fuerza y se tensó entera para asestar un golpe en la cara a su asaltante. Pero entonces constató que el cuerpo le pesaba como si fuera de plomo, adormecido, casi reacio a responder a sus órdenes. En lugar de golpear con fuerza, apenas alcanzó a tocar al hombre. Se percató de que luchaba contra una fuerza muy superior a ella. El hombre olía a alcohol y menta. De pronto, le puso un paño sobre la nariz y la boca.
Antonietta tosió, doblándose en un esfuerzo por desprenderse de aquella sustancia de olor insoportable. Sintió que se mareaba y ya no pudo moverse más, se derrumbó y cayó en un estado semiconsciente. Dejó inmediatamente de resistirse, y quedó inmóvil como una muñeca de trapo, fingiendo haber perdido el conocimiento. El paño desapareció y su agresor la levantó en vilo.
Sintió que la transportaban, que alguien respiraba con dificultad. El corazón se le aceleró. Y luego estaban fuera, en medio de un frío punzante y del viento que ululaba. El mar encolerizado tronaba con fuerza, hasta que un velo de espuma le mojó el rostro.
Pasaron unos momentos antes de que se percatara de que no estaban solos. Oyó la voz de un hombre, pastosa, incoherente, preguntando algo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Junto a ella, alguien arrastraba a su abuelo, indefenso a sus ochenta y dos años, por el sendero de los acantilados. Decidida a no permitir que le sucediera nada, Antonietta luchó por recuperase, respiró profundamente para llenar sus maltrechos pulmones, hizo acopio de fuerzas y esperó el momento. Comenzó a cantar su nombre para sus adentros, valiéndose de él como una oración, una letanía que invocaba la fuerza: Byron. Byron. Te necesito ahora. Date prisa, date prisa. ¿Dónde estás?


Byron Justicano voló en círculos por encima de la pequeña ciudad antes de poner rumbo al palacio. Mientras surcaba el cielo, sintió un hambre voraz, el cuerpo que le pedía alimentarse, pero él lo ignoró, respondiendo a una sensación repentina e inquietante que le retorció las entrañas. Algo estaba sucediendo. Una vibración intangible en el aire hizo que se percatara del drama que tenía lugar más abajo, en las rocas, y gruñó, enseñando los colmillos. Sus ojos brillaron con un fulgor rojizo y amenazador en la oscuridad de la noche. De su boca escapó un rugido salvaje y bestial mientras surcaba el cielo a toda velocidad por encima del imponente palacio con sus múltiples plantas, torres y almenas.
Por encima de las numerosas terrazas y plantas superpuestas, asomaba una torre alta y circular donde, según los rumores, más de una mujer había sido asesinada en tiempos de un pasado turbio, por lo cual el palacio había recibido el dudoso nombre de Palazzo della Morte. Unas gárgolas aladas lo miraban con ojos vacíos a través de la niebla pesada y blancuzca, con una apariencia casi irreal, criaturas que asomaban en bandada por un muro del edificio. El enorme castillo se alzaba sobre los abruptos acantilados, dominando las aguas turbulentas, oscuro y agorero, con los ojos vacuos de sus estatuas siempre vigilantes.
Los tupidos bosques que antaño habían crecido silvestres y procurando refugio a multitud de animales, habían desaparecido hacía tiempo, reemplazados por pastizales y viñedos. Byron prefería la libertad de los bosques y las montañas a su tierra natal, donde podía correr con los lobos si lo deseaba, pero la necesidad de proteger a quien habitaba el palacio se había convertido para él en una actividad absorbente.
La sensación de peligro se volvió más intensa, hasta convertirse en una oscura premonición de la que no podía desprenderse. Byron aumentó la velocidad de su vuelo, cruzó el cielo como una flecha, volando bajo por encima de los enormes dominios. El palacio apareció de pronto en medio de la bruma, una arquitectura de una época perdida en el tiempo, construido de piedra y vidrieras de colores, casi vivo en medio de la agitada niebla. Ignorando las viejas estatuas y las ventanas luminosas, escudriñó la niebla con otros tantos ojos.
Al principio oyó la voz susurrándole. Byron. Byron. Te necesito. Date prisa. Byron. ¿Dónde estás? Ella nunca había recurrido a una comunicación telepática con él. Él nunca había bebido de su sangre, pero oía las palabras con claridad y, por eso, imaginó que su aflicción debía ser grande para llegar hasta él.
Los tridentes demoniacos de un relámpago estallaron como latigazos de una nube a otra con una furia que él no podía contener. ¡Antonietta estaba en peligro! Alguien se había atrevido a amenazarla. Los cielos rugieron, los truenos rasgaron las nubes y desvelaron la furia vestida de llamas. Él respiró hondo, luchando por controlar esa aprehensión elemental que sentía por su suerte. La tierra ahora reaccionaba, agitándose en medio de convulsiones a medida que su ira iba en ascenso.
Byron voló aún más rápido hacia la cueva y las rocas escarpadas con el pulso latiéndole al ritmo de las olas. El viento cambió y trajo consigo el eco perdido de un grito. El corazón casi dejó de latirle. Era el ruido de la agonía, de la misma muerte. Voló a ras de las aguas, ya sin temor a que lo divisaran y descubrieran en él al depredador. Las olas se encumbraban hacia las alturas, soltaban su espuma y se derrumbaban con estruendo, furibundas, clamando por el sacrificio de una criatura viva.
¡Byron! Esta vez pronunció su nombre en voz alta, su única salvación mientras las nubes hilaban sus hebras oscuras y la bruma se volvía más densa, como si quisiera abortar cualquier intento de huida. Ayúdanos. El viento impulsó aquel grito desesperado por encima de las olas revueltas y lo trajo directamente hasta sus oídos.
Había una plegaría en su voz, suave, musical y viva, consciente de su destino. Sabía que él estaba cerca, como siempre parecía saberlo. Antonietta Scarletti. La heredera de la fortuna de los Scarletti. Alma creadora de la música más bella que el mundo había conocido en mucho tiempo y dueña del Palazzo Scarletti, un monumento de incalculable valor. El Palazzo della Morte. Byron temía que la maldición del palacio propiciara la muerte de Antonietta, y estaba decidido a impedirlo.
Su grito de auxilio dio vida a los colores de la noche, fuertes, vivos y concentrados, ahí donde durante tanto tiempo había reinado un gris opresivo. Su corazón vaciló, titubeó, como siempre sucedía ante aquel don inesperado. Sucedía lo mismo cada vez que escuchaba su voz, cada vez que ella pronunciaba su nombre con voz aterciopelada. Cuando iluminaba su mundo con colores y vivos detalles que él había perdido hacía mucho tiempo.
Byron voló tan bajo que las olas encrespadas los salpicaron en su carrera sobre las aguas, un vuelo recto hacia el origen de su voz. Más allá de los remolinos de niebla, Byron divisó a don Giovanni Scarletti que caía a las ávidas aguas, buscando desesperadamente un asidero entre las rocas. Las olas golpearon al anciano con dureza, lo arrastraron como si fuera un pequeño trozo de alga. La espuma de las aguas se cerró por encima de su cabeza plateada y lo engulló.
¡Byron! La llamada se repetía. Inconfundible. Sabía que escucharía esa voz resonando para siempre en sus sueños como un eco.
La vio sobre las rocas escarpadas, cerca del filo de los acantilados, luchando contra un hombre fornido. A sus pies, allá abajo, el agua se estrellaba contra las rocas, alcanzando cada vez mayores alturas, como si quisiera arrastrarla a sus profundidades. Sólo la furia creciente de la tormenta y los temblores, cuyas ondas reverberaban a través del acantilado, impedían que el asaltante de Antonietta la lanzara al mar. El hombre trastabilló, estuvo a punto de caer, pero no dejó de luchar con ella. Estallaron relámpagos a su alrededor, latigazos de energía que explotaron en una lluvia de chispas incandescentes. El trueno rugió con tal intensidad que el hombre lanzó un grito de terror.
Los colmillos asomaron, asesinos, en las fauces de Byron, y el oscuro veneno se revolvió en sus entrañas. En un instante llegó adonde estaban y, arrastrándolo hacia atrás, lo apartó de ella. Con la ferocidad de su naturaleza animal, con el furor de su naturaleza humana, sacudió al agresor de Antonietta y sus manos se cerraron en torno a su cuello. Se oyó un crujido siniestro, sonoro, incluso por encima del mar que rugía haciéndose eco de su ira.
Byron soltó el cuerpo con un gesto de indeferencia y dejó que la carcasa, vacía ya de vida, se derrumbara. Se giró rápidamente hacia Antonietta. Ella intentaba alejarse de ellos, caminando con los brazos estirados hacia delante, como palpando por dónde iba. No había nada más que espacio vacío delante de ella y, más abajo, el mar hinchándose y bramando con furia irrefrenable.
—¡Detente! ¡No te muevas, no des un paso más! —La orden rasgó el aire de la noche, llegó hasta ella en lo alto de los acantilados. Confiando en que obedecería aquella firme prohibición, Byron se lanzó directamente hacia las aguas. Se hundió, profundo, en lo más hondo del abismo frío y negro hasta que sus dedos encontraron el cuello de la camisa del anciano, lo cogió con fuerza en el puño cerrado y se impulsó con todo el vigor de sus piernas para llevarlos a ambos a la superficie.
Byron surgió de las aguas impulsado directamente hacia lo alto, y en su vuelo estrechó el cuerpo inerte del anciano contra el suyo y enfiló hacia el acantilado. La bruma blanca se espesó y giró en torno a él como una capa viva, creando un escudo que lo protegía de miradas indiscretas. El anciano se ahogaba y luchaba por respirar, por vivir. Se cogió convulsivamente de Byron, apenas consciente de dónde estaba, incapaz de creer que volaba por los aires. Don Giovanni, el abuelo de Antonietta, cerró con fuerza los ojos mientras su pecho se agitaba y el agua salada brotaba de su boca. El agua se escurría de las rocas y el pelo de los dos, mezclándose con las gotas de niebla en el aire cuando Byron posó su carga ligeramente en tierra.
El anciano comenzó a rezar en voz alta en su propia lengua, pidiéndole a los ángeles que lo salvaran, pero en ningún momento abrió los ojos.
Antonietta se giró hacia el punto de donde provenía el ruido, pero siguió plantada peligrosamente cerca del borde del acantilado, justo donde se encontraba cuando Byron gritó su orden. Con el alma en vilo, Byron depositó con cuidado al anciano sobre el suelo, lejos del borde, y corrió a coger a Antonietta en sus brazos. En brazos de la seguridad. La estrechó, sabiéndola a salvo, respiró hondo y se obligó a controlar su rabia y su temor por calmar aquella violenta tormenta.
A pesar de que sus ropas estaban empapadas, ella acurrucó junto a él. Palpando, encontró su rostro sin vacilar y dibujó un mapa de sus rasgos con el roce amoroso de sus dedos.
—Sabía que vendrías. Nuestro ángel de la guarda. ¿Y mi abuelo? ¿Se pondrá bien nuestro Nonno? Lo oí cuando caía al mar. No pude alcanzarlo. Mi ceguera no me ha permitido llegar hasta él y ayudarle. —Giró la cabeza hacia donde provenía la tos y los gemidos del anciano, las lágrimas brillando en sus ojos enormes y oscuros.
—Se pondrá bien, Antonietta —le aseguró Byron—. No permitiré que sea de ninguna otra manera. —Y lo decía en serio. No soportaba ver aquellas lágrimas asomando en sus ojos.
—Tú lo has salvado, ¿no es verdad, Byron? Por eso estás empapado. Siempre acudes a nosotros cuando tenemos problemas. Grazie. No podría vivir sin mi abuelo. —Se puso de puntillas, su cuerpo suave y flexible, derritiéndose contra el cuerpo robusto de Byron y, ajena a la ropa empapada, acercó la boca a la comisura de sus labios.
Aquel pequeño tributo lo sacudió hasta lo más hondo de su ser. El fuego se derramó por sus venas, cada una de sus células reaccionaron, buscándola. Necesitado. Hambriento. Los brazos se le endurecieron por un instante con un gesto posesivo. Byron tenía que ser consciente y recordar su propia fuerza, tenía que recordar que ella ignoraba quién era él, o qué era.
Byron la levantó en vilo, arropándola con su propio cuerpo. Antonietta temblaba bajo el viento hiriente.
—¿Te ha hecho daño? ¿Estás herida, Antonietta? —Era una pregunta, llana y sencilla.
—No, sólo asustada. Muy asustada.
—¿Por qué estabais en el acantilado? —Habló con voz más ruda de lo que hubiera querido—. ¿Y dónde está el resto de tu familia?
Ella le recorrió el rostro con los dedos, una exploración íntima. Lo había palpado en muchas ocasiones, pero esto parecía diferente por algún motivo, o quizá era que él estaba demasiado consciente de ella.
—Alguien me tapó la boca y la nariz con un paño y me arrastró afuera. Tuve mucho miedo por Nonno. Recuerdo que oí el mar. —De las yemas de sus dedos emanaron diminutas llamas que le lamieron la piel cuando le tocó la cara y le recorrió la frente—. El mar estaba enfurecido, muy parecido, a como suena tu voz ahora. No pude llegar hasta el abuelo, y lo oí caer por el acantilado. —Guardó silencio un momento y apoyó la cabeza en su hombro—. Tuve que luchar contra el hombre que me arrastró hasta aquí fuera. Quería lanzarme al mar, a mí también. —La voz le temblaba, pero hacía lo posible por recuperar la compostura.
—¿Dijo algo?
Ella negó con un gesto de la cabeza.
—No lo reconocí en nada. Estoy segura de que nunca ha venido al palacio. Nadie nos dijo nada, sólo intentaron lanzarnos al agua.
Byron la dejó descansar en el suelo junto al anciano.
—Quiero ver cómo está tu abuelo. Creo que se ha tragado medio océano. No te muevas. Aquí arriba es peligroso. Estamos en lo alto de los acantilados, y si los bordes ceden, la caída podría matarte. —Apenas soportaba ver aquella inocencia en su cara, su confianza infantil. Sabía que ella le pertenecía pero que, una vez más, había fallado en su cometido de velar por la seguridad de quienes había jurado proteger—. Ahora mismo, aunque no te des cuenta, Antonietta, estás en estado de shock. No te muevas —murmuró—, quédate aquí y respira por mí.
Byron venía de una raza antigua, una especie que podía aspirar la inmortalidad. Había conocido el paso del tiempo, y había sido testigo de cómo su raza había llegado a los límites de la extinción. Sin mujeres y sin niños, era imposible vivir otra existencia que no fuera triste y desolada. A menos que uno tuviera la suerte de encontrar a su pareja, la compañera de toda una vida. Antonietta Scarletti era su pareja. Él lo sabía con absoluta certeza. Ella provenía de una antigua estirpe de telépatas, personas dotadas con talentos más allá de lo observable a simple vista. Byron había escuchado a menudo la historia de su familia. Sabía que muchos de los antepasados de Antonietta, hombre y mujeres, habían sido notables telépatas y sanadores. Sólo un humano telépata podía convertirse en pareja de uno espécimen de la antigua raza de los cárpatos, y Antonietta Scarletti era una telépata que poseía una fuerza extraordinaria.
Don Giovanni intentaba incorporarse, con el pecho agitado y luchando por recuperar el aliento. Se cogió de los anchos hombros de Byron con manos crispadas.
—¿Cómo supiste cuándo tenías que venir? El mar había reclamado mi vida, pero tú me has traído de vuelta. —Los dientes le castañeteaban de frío, y su cuerpo enjuto se sacudía con espasmos descontrolados—. Es la segunda vez que me salvas la vida.
Byron lo sostuvo con un gesto de cuidado.
—No hable tanto, querido amigo. Veamos que puedo hacer por usted para quitarle esos temblores.
Antonietta no veía a Byron pero, como siempre, la intrigaba el sonido de su voz. Era un sonido bello y seductor, muy parecido a la sinfonía musical que siempre se repetía en su cabeza. Quería pensar en él como el amigo de su abuelo, pero aquello le resultaba difícil cuando escuchaba su voz y anhelaba hasta el más mínimo contacto físico entre ellos.
Antonietta sabía, desde hacía años, que no era el tipo de mujer que los hombres miran por razones ajenas a su fortuna. El orgullo de los Scarletti era demasiado vivo en ella para dejar que la amaran por su dinero. No creía que los hombres pudiesen comprarse, aunque sabía que muchas mujeres de su condición hacían precisamente eso. Ella no era ninguna jovencita para soñar con príncipes azules. Era una mujer en plena madurez, con una figura voluptuosa y un rostro escarificado, producto de la explosión que la había cegado. En su caso, no habría amantes agraciados montados en corceles blancos y dispuestos a llevársela lejos a vivir interminables noches de amor. Antonietta era una mujer práctica, una pianista y compositora de éxito, que vertía todos sus sueños en la música, ahí donde correspondían. Palpó cuidadosamente a su abuelo, para verlo, para asegurarse de que sobrevivía a su inmersión en el mar. Sus manos encontraron a Byron. Dejó descansar los dedos suavemente en el dorso de su mano. Él nunca expresaba malestar cuando ella lo tocaba. Nunca reaccionaba con gestos de rechazo o impaciencia con ella. Ahora, sencillamente siguió con lo que estaba haciendo, mientras ella le cogía las manos y escuchaba el ritmo lento y uniforme de su respiración, hasta que sus propios resoplidos frenéticos se calmaron para seguirle el ritmo.
Las manos de Byron generaban un enorme calor. Ella imaginaba que fluía como un vino antiguo y noble en las venas de su abuelo, devolviéndole lentamente a la vida. No se atrevía a hablar pero lo sentía. Oía su respiración, los latidos de su corazón. A pesar de su ceguera, veía cosas invisibles para los demás. Sabía que Byron era mucho más que un ser mortal. Ahora mismo, era un hombre que obraba milagros. Lo veía con extraordinaria claridad y, sin embargo, lo hacía sólo a través de las yemas de los dedos, que apoyaba ligeramente en el dorso de las manos de Byron.
Él cerró los ojos y se abstrajo de todos los sentidos y esencias de la noche. Era difícil ir más allá de ese contacto con la mujer con la que siempre soñaba, pero en su prospección había detectado algo en los pulmones del anciano. Don Giovanni era demasiado viejo y frágil para luchar contra una infección o una neumonía. Byron se separó de su cuerpo, y liberó su espíritu para penetrar en el anciano, tendido sobre las rocas, frío y desvalido. Como los de su especie, cuando sanaba lo hacía desde dentro hacia fuera, y realizó una detallada exploración, decidido a darle al abuelo de Antonietta todos los años de vida que fuera posible.
El viento soplaba por encima de los acantilados, colándose por los pliegues del vestido de Antonietta, a pesar de que Byron se había situado entre ella y el viento. Antonietta sentía el calor que irradiaba Byron hacia su abuelo. Pero había otra cosa, algo aún más extraño. Comprendió que Byron Justicano había dejado se propio cuerpo y había entrado en el de su abuelo. No necesitaba ojos para ver el milagro de un auténtico curandero. Lo percibía. Sentía la energía y el calor. Sabía que la concentración debía ser total, y no hizo nada que pudiera distraerlo. Se quedó sentada en el frío penetrante y dio gracias al cielo de que Byron hubiese acudido a velar por su familia.
—Ha sufrido un envenenamiento. —La voz grave de Byron la sobresaltó—. Son pequeñas cantidades, como si lo estuvieran alimentando a diario, pero el veneno se ha alojado en los músculos y tejidos.
—No puede ser —negó Antonietta—. Seguro que te equivocas. ¿Quién querría hacerle daño a Nonno? Todos lo quieren en la familia. ¿Y cómo podría pasar algo así, por accidente? Debes estar equivocado.
—Cuando era joven e impetuoso, me equivocaba, Antonietta. Ahora tengo mucho más cuidado con las cosas que digo y hago. En las cosas que aprecio e intento llamar mías. Soy muy cuidadoso cuando se trata de mis amistades. A don Giovanni lo han envenenado, como le sucedió a uno de sus antepasados. ¿Acaso no es ésa la leyenda de la familia Scarletti? —Antonietta se estremeció y apartó las manos, esperando que él no notara su reacción.
—Sí, hace siglos, otro don Giovanni, uno de nuestros ancestros, y su joven sobrina fueron envenenados. Mandaron a buscar a alguien para sanarlos, y se presentó Nicoletta. Él la convirtió en su novia. No creo en las maldiciones, Byron. No hay ninguna maldición que pese sobre mi casa o mi familia —afirmó, abrazando a su abuelo.
—Y yo te digo que en su organismo hay un veneno que lo acabará matando si se acumula. También hay restos de un somnífero. Cuando te examine, estoy seguro de que encontraré las mismas sustancias.
—¿Crees que mi cocinero intenta matarme? —Antonietta cogió con fuerza a su abuelo, su serenidad pendiente de un hilo—. Eso es ridículo, Byron. No tendría nada que ganar. Enrico ha trabajado para nosotros desde que yo era niña, y es un hombre completamente dedicado y fiel a todos los miembros de la familia Scarletti.
—Yo no he hablado de tu cocinero, Antonietta —respondió él, paciente—. Puede que ésa sea tu interpretación, pero no es la mía. —Al ver que ella guardaba un obstinado silencio, Byron expresó su exasperación con un suspiro—. Tengo que eliminar el veneno en el organismo de tu abuelo. Y luego me ocuparé de ti. —Sus dientes lanzaron un destello de blancura en la oscuridad, pero ella no lo vio, sólo escuchó la amenaza en su voz.
Antonietta se estremeció, consciente de que sabía muy pocas cosas acerca de él.
—Byron. —Pronunció su nombre para conservar la calma, para recordar que él siempre había sido amble con ella. Alguien que vigilaba sus pasos. Antonietta siempre había estado a salvo con él. No permitiría que las secuelas de aquel ataque le hicieran perder la calma ni le infundieran temor ante el hombre que había acudido a su rescate—. Es verdad que los accidentes siempre han sido una maldición en la historia de la familia Scarletti. Ha habido intrigas, políticas y de las otras. Nuestra familia siempre ha tenido un enorme poder y mucho dinero.
—Tus propios padres murieron al explotar vuestro yate. Tú quedaste ciega, Antonietta. Fue una pura cuestión de suerte que un pescador se encontrara cerca y te salvara antes de que el mar diera cuenta de ti.
—Un accidente —Pronunció las palabras como un susurro, aunque lo que pretendía era transmitir certeza.
—Tú quieres creer que fue un accidente, pero sabes otras cosas. Había algo cortante en su voz. Antonietta tuvo la impresión de que quería que viera la realidad.
No quería hablar de la explosión en el yate que la había dejado ciega y también huérfana. Sentía culpa y miedo y demasiadas otras emociones, y aquella puerta seguía firmemente clausurada en su recuerdo.
—¿Quién es? —Sabía que su asaltante había muerto. Debería sentir miedo ante esa manera que había tenido Byron de matar, tan expeditivo, tan certero. Pero la verdad era que estaba agradecida.
—No tengo ni idea, pero es imposible que haya actuado solo. Alguien tiene que haberos drogado, alguien del palacio. Para traeros hasta aquí arriba, tenían que ser dos personas. No queda tan lejos, pero el camino es abrupto y, con los dos drogados, no habrá sido fácil. Habría tenido más sentido lanzaros directamente al mar. Seguro que uno de ellos tenía otras intenciones.
—¿Qué pasará con mi familia, Byron? —preguntó Antonietta, tirándole de la manga—. Puede que estén indefensos, o que los hayan drogados mientras dormían, y ahora estén en manos del destino. Y nosotros aquí, hablando. Por favor, ve a ver qué pasa con ellos.
—Es más probable que hayan venido a buscar algo y no creo que pretendan asesinar a toda la familia.
Antonietta quedó sin aliento, y se llevó una mano al cuello.
—Tenemos muchos tesoros. Obras de arte de valor incalculable. Joyas, objetos. Nuestros barcos transportan cargas secretas, y las patentes se suelen guardar en las oficinas del palacio y no en los despachos del muelle porque los sistemas de seguridad son mucho más fiables. Podrían estar buscando cualquier cosa.
—Ve, Byron —lo alentó don Giovanni—. Debes velar por que mi familia esté a salvo. Scarletti es un nombre antiguo y respetado. No podemos permitir que ninguna duda manche nuestra reputación. Ve y comprueba que no hayan cogido nada del despacho.
—¿Queréis que os deje a los dos aquí, desprotegidos, en el acantilado? Sería demasiado peligroso. —Byron se incorporó, ayudó a levantarse al anciano y atrajo a Antonietta hacia él—. Os llevaré a los dos al palacio. Pon tus brazos alrededor de mi cuello, Antonietta.
Ella quiso protestar. Era demasiado pesada. Él no podría cargar con los dos. Tenía que darse prisa. Al sentir su impaciencia, Antonietta guardó silencio, siguió sus instrucciones y le puso los brazos alrededor del cuello. Luego se apretó contra él. El cuerpo musculoso de Byron era duro como el tronco de un árbol. Nunca se había sentido tan femenina, tan consciente de las curvas y la suavidad de su propia figura. Fue como si se derritiera al contacto con él.
Antonietta se alegró de que fuera de noche y la oscuridad ocultara aquella sensación que le extendía el rubor por todo el cuerpo. Debería pensar en el honor del nombre de su familia. Y, en cambio, pensaba en él, Byron Justicano. Se apretó con fuerza contra él y sintió que sus pies perdían contacto con el suelo. Su abuelo lanzó una exclamación de terror y, cuando intentó resistirse, Byron le murmuró algo suavemente en el oído, algo que Antonietta no captó, aunque entendió que ocultaba una orden implícita. Su abuelo hundió la cabeza y fue tal su mutismo que Antonietta creyó que se había desmayado.
Giró la cara hacia el viento, relajándose, queriendo saborear cada momento. Era ciega, pero estaba viva. Viva en un mundo de sonidos y texturas ricas y excepcionales, y quería entregarse a todo lo que la vida podía ofrecerle. Ahora se desplazaban por el espacio surcando el cielo, con el mar rugiendo y tronando por debajo de ellos, las nubes arrastrándose por encima de sus cabezas. Y se sentía segura en brazos de Byron.
Aquella noche, que debería haber sido la más horrible jamás vivida, se había convertido en la experiencia de toda una vida.
—Byron. —Susurró su nombre con un dolor oculto, esperando que el viento arrastraría los sonidos y los arrastraría lejos, hacia el océano, donde nadie podría oír su deseo más secreto.
Byron hundió la cara en la fragancia de su cuello mientras rasgaban el aire en su velo. Antonietta no tenía miedo, y eran escasas las situaciones en que Byron detectaba en ella el temor. Le costaba penetrar en sus pensamientos porque los patrones de su cerebro eran tan diferentes, aunque lo conseguía sin dificultad con la mayoría de los humanos. Ahora que su corazón había recuperado su ritmo normal, admiraba cómo Antonietta había luchado por su vida allá en el acantilado. Era una mujer extraordinaria, y le pertenecía. Pero ella aún no lo sabía.
Antonietta tenía un carácter fuerte y una feroz motivación por ser ella misma quien controlara su vida y sus asuntos. Una petición de manos a la usanza de su gente, sospechaba Byron, no sólo sería rechazada sino también le causaría una profunda tristeza. Años atrás, había aprendido una difícil lección al intentar conseguir ciertas cosas con demasiada prisa, pensando en su provecho, pero no en las consecuencias.
Antonietta era su mundo. Byron no podía permanecer indiferente ante sus propias necesidades e impulsos, ni ante las terribles ansias de darle aquello que ella quería. Podría tenerla para él, lo sabía. No había otra alternativa para ninguno de los dos, pero quería que ella viniese a él por decisión propia. Que lo escogiera a él. Que escogiera su vida, su mundo. Y aún más, quería darle todas las cosas que sospechaba jamás había tenido en la vida. Quería que supiera cuál era su valor como mujer. No como una Scarletti. No como pianista. No como magnate de una compañía naviera. Como mujer.
—¿Tienes miedo? —Fue apenas una pregunta pronunciando en un susurro, a medias en voz alta, a medias mentalmente, aunque sabía que no era miedo lo que sentía, y ahora sólo quería que se percatara de lo que estaba haciendo. No le había advertido ni protegido ante esa manera suya de transporte. Puede que fuera ciega, pero era más consciente que cualquier otro ser humano conocido.
Antonietta soltó una risa de alegría.
—¿Cómo podría tener miedo, Byron? Estoy contigo. No pienso preguntarte cómo consigues volar hasta que tenga los pies sanos y salvos en tierra. —Le había contestado con toda la franqueza posible. Antonietta sintió una brutal excitación. Si lo que tenía era miedo, sólo era un miedo a lo desconocido. Volar por los cielos era un sueño, una fantasía hecha realidad. Sus sueños infantiles de volar habían sido tan vívidos que a menudo creía haber surcado los cielos por la noche—. Me encantaría verlo todo desde aquí —dijo, con un dejo de melancólica tristeza en la voz que no pudo ocultar, y se avergonzó de que él lo hubiera percibido—. Quisiera que tuvieras el tiempo para describírmelo.
—Hay una manera de que veas lo que yo veo. —Ahora el corazón se le había disparado. En cuanto se dio cuenta, dejó que buscara el compás de Antonietta. Y luego conectarlos, corazón con corazón. Ella se aferró a él con más fuerza. Por primera vez, giró la cabeza hacia su cuello. Él sintió su aliento tibio, y su cuerpo reaccionó endureciéndose, anticipándose.
—¿Qué dices? —Ahora el corazón de Antonietta era el que galopaba. Byron podía obrar milagros. Sanar. Acudir a una llamada de auxilio al otro lado del mar embravecido. Sumergirse en las aguas turbulentas, sacar de las profundidades a un hombre que se ahogaba y llevarlo hasta un refugio. Volar por el cielo de la noche cargando con dos adultos como si no pesaran más que un par de niños. No se atrevía a esperar lo imposible.
Hablaba en voz baja, pero tenía los labios apretados contra su piel. Contra su pulso. El cuerpo de Byron ardía, latía de necesidad, de deseo. Ella pareció no percatarse de su reacción. Él luchó contra el impulso de su especie, que empezaba a apoderarse de él, y apartó la cabeza, lejos de la tentación que ella le ofrecía. No podía responderle alargando los incisivos ni demostrándole que la deseaba con todo su ser.
Afortunadamente, se encontraban cerca del enorme palacio. Byron concentró su atención en saber dónde estaban los seres humanos allá abajo. Paseó la mirada por la mansión y las tierras aledañas. Aún vibraban en el aire las secuelas de la violencia, pero si el segundo asaltante había vuelto a la casa a buscar la patente de los transportes o los tesoros de la familia Scarletti, ya habría conseguido lo que quería y desaparecido hacía rato. O quizá se encontraba en la cama, fingiendo que dormía. Byron no detectó presencia enemiga en el interior del recinto amurallado.
Los miembros de la familia dormían apaciblemente. El palacio entero parecía ajeno al ataque que Antonietta y don Giovanni acababan de sufrir. En el corazón de Byron había nacido una sospecha.

1 comentario:

Unknown dijo...

Increibleee, no lo puedo conseguir!!

Aclaracion-Disclaimer

La Saga Serie Oscura, es propiedad de la talentosa Christine Feehan.
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Mary